Escucho los pasos del hombre que camina
detrás de mí y aprieto el paso. Es de noche, no hay nadie en la calle y, aunque
ya avisto mi portal, se me hacen eternas las dos esquinas que me faltan para
llegar a casa. He visto en la prensa las noticias de un par de agresiones por
violencia de género, y he leído, en redes o medios convencionales, decenas de
opiniones acerca de los motivos, más o menos claros, más o menos oscuros, de lo
sucedido el 8 de marzo.
No tengo constancia de que ninguna
empresa se haya vuelto loca y haya decidido subir de golpe un 30 por ciento las
nóminas de sus trabajadoras para equipararlas a las de sus compañeros varones;
tampoco ha salido en la tele ningún nombramiento destacado de consejeras delegadas
o directivas de grandes compañías. O de una obispa, o una cardenala. O de
cargos institucionales, más allá del ministro de Economía, que también es
hombre. Faltaría más, que eso de los dineros es muy serio para dejarlo en
cualquier mano.
Las “kelly” siguen cobrando lo mismo, y
en el silencio de las cuatro paredes de su casa, miles de mujeres cuidan, como
siempre, a los abuelos, a los hijos, a los dependientes… Las “afortunadas”,
hacen todo eso antes de acudir a su puesto de trabajo (a la vuelta), y las que
no tienen esa suerte, la de tener un empleo, se resignan a ser eso, las que no
trabajan, aunque lo que hacen cada día haría empalidecer al más afanoso de los
hombres.
Ha pasado una semana desde que todo
cambió, y parece que no ha cambiado nada. Cierto que una gran manifestación, un
día nuestro y para nosotras, no puede cambiar lo establecido desde el Génesis a
nuestros días. Que cuesta mucho conseguir muy poco, y que, después de las
buenas intenciones y de las pomposas declaraciones, las cosas se toman con
calma.
Pero el 8 de marzo de 2018 no puede
quedar como un sueño. No hemos descorchado la botella para que, tras la primera
explosión de burbujas, el líquido que queda se remanse y se estanque. O se
pudra, que es peor. Sea cual sea el resultado, hay que seguir en la lucha, sin
confiar en nadie, que la cabra tira al monte, y el monte de las grandes
empresas, de los Mercados, de los Gobiernos, está dominado por hombres.
He recordado, haciendo balance de la
semana, el título de la novela de Terenci Moix, “No digas que fue un sueño”, reivindicando la figura de Cleopatra,
no la superficial, la preocupada por su nariz y por su belleza, la típica
devoradora de hombres, sino la mujer cultivada, enamorada a veces y, sobre todo, entregada por completo a la
política, al sueño de reinar en Roma. De ser igual. Hasta el final de sus días,
aunque las cosas no salieran como ella pensaba.
Hemos empezado una carrera de fondo. No
es la única, pero debe ser la definitiva. Y para que sea la última, tenemos que
estar bien despiertas. Esto no puede ser un sueño.
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