La carta de la ministra Báñez,
comunicando a los pensionistas la fastuosa subida de unos céntimos, con suerte
un par de euros, en su retribución mensual, tiene mucho que ver con la
indignación que ha sublevado al colectivo y que ha sacudido nuestras dormidas
conciencias. La de todos nosotros, los pensionistas de mañana.
Y me ha traído a la memoria a uno de mis
“héroes” favoritos. Al Coronel de García Márquez, el que no tenía quien le
escribiera. Siempre me ha conmovido este libro (el segundo en mi lista de
preferencias de la obra de Gabo), que se lee de un tirón y deja la sensación
agridulce que da la resignación ante la desgracia, el constatar que no hay
mucho que se pueda hacer. Que es lo que toca. Nada para el coronel. No tiene
quien le escriba.
Aún tengo en la retina, y en el alma, las
imágenes de la primera parte de la crisis, con jubilados rebuscando en
contenedores, con pensionistas manteniendo a sus hijos, con ancianos helados,
ancianos helados-con los huesos húmedos como el coronel-porque no pueden poner
la calefacción, o ardiendo por calentarse con un brasero y alumbrarse con
velas, de preferentistas estafados y sin posibilidad de una vejez tranquila. Y
también de jóvenes y menos jóvenes que nunca tendrán pensiones.
Esperando, como el coronel, una carta
que nunca llegaba y que, cuando lo ha hecho, con clarines y trompetas de fin de
la crisis y sólida recuperación, ha sido una burla cruel. El 0,25%. Se supone
que ahora ya hay maíz para alimentar al gallo, que hemos salido de la ruina y que
los buenos, buenísimos datos de crecimiento, envidia de Europa y del mundo,
posibilitan llegar al final de la vida con dignidad y hasta con alguna alegría.
Pero no pone eso en la carta. Los
pensionistas no tienen quien les escriba una misiva de esperanza, y han dicho
basta. Ellos, al contrario del protagonista del libro, no quieren seguir
escuchando al cartero, un día tras otro, año tras año, eso de “nada para el
coronel”. No están dispuestos a seguir viendo, impotentes, como rompen la hucha
de las pensiones, como meten la mano en ella para sacar impunemente su vejez
tranquila. Y la de sus hijos. Y la de sus nietos.
Se han cansado de salir a la calle todos
los días, como el coronel, buscando las buenas noticias. Las de verdad, no las
maniobras de distracción con que nos obsequian nuestros dirigentes, antes de
constatar con tristeza que nunca tendrá esa pensión por su larga vida de
servicio a la patria, que “nosotros ya estamos muy grandes para esperar al
Mesías”. La solución no vendrá del cielo. Ni dejando pasar los años y las
legislaturas. El presente es importante, pero el futuro, también, porque allí
estaremos todos.
Los pensionistas han sobrevivido a los
años más duros de la crisis, como la esposa del coronel, vendiendo las alianzas
y el reloj, o poniendo a hervir piedras para que los vecinos no notaran que en
su casa no se ponía la olla desde hacía demasiado tiempo, y constatando con
resignación que “es la misma historia de siempre, nosotros ponemos el hambre
para que coman ellos”.
El sábado es la gran movilización. La que
debe servir para mover algo, para cambiar todo, que ya se ha pasado el tiempo de esperar milagros
que, como la carta del coronel, nunca llegan.
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