Ni
Quevedo con su Buscón, ni Mateo Alemán con su Guzmán, ni Cervantes
con sus Rinconete, Cortadillo y demás especímenes habitantes del
patio de Monipodio, ni el anónimo creador del Lazarillo de Tormes, y
con todos los respetos a tan magnas firmas, hubieran sido capaces de
crear personajes como los que se pasean por los Juzgados de Valencia
y Madrid (entre otros), y adornan nuestros telediarios.
Vamos,
ni en sueños, ni echando mano a toda su imaginación y su talento,
hubieran podido poner negro sobre blanco las andanzas de El Bigotes,
de Correa, de Pablo Crespo… Y de sus colegas de fechorías.
Enganchaita a la tele me tuvo una tarde entera la declaración de uno
de ellos, como te engancha un buen libro, cuando devoras capítulo
tras capítulo sin ver el momento de cerrarlo y levantarte del sofá.
Estupefacta escuchaba hablar, con toda naturalidad, de nóminas en
negro, “porque tenía una deuda con Hacienda y ya saben, me
embargaban si cobraba legalmente”, o me regalaban viajes con mi
señora y mis niños, porque comprendían que trabajando con
políticos hay poco tiempo libre para disfrutar de la familia, o me
regalaron un coche, porque mire usted, señoría, hacía muchos
kilómetros todos los días.
Y
eso por no hablar del que pedía que se acelerara el juicio porque
estaba aprendiendo a “pochar” en un curso de cocina en la cárcel,
y se lo iba a perder. O el que argumentaba que se había levantado a
las cinco de la mañana para ir al Tribunal y ya estaba cansado. O el
que había tomado muchas cocacolas y quería ir tranquilamente al
baño, sin pensar en que luego tenía que volver a la sala para
seguir respondiendo. Qué fatiga. ¿No me digáis que no es para
estar fascinada?
España
siempre ha sido un país de pícaros. Hasta tenemos género literario
propio, la novela picaresca, y personajes que forman parte de nuestra
intrahistoria y que, tal vez, han dejado su ADN en nuestros genes. En
algunos más que en otros, claro está. ¿Quién no se ha reído con
las maniobras para sobrevivir del pobre Lázaro de Tormes? O con los
hurtos constantes de Don Pablos, el Buscón de Quevedo, o con las
tretas de Guzmán, el de Alfarache. Hemos admirado la pericia del
dómine Cabra para hacer mil caldos con el mismo hueso, que sumergía
una y otra vez en la marmita atado de un cordel, y hemos aplaudido el
truco de agujerear la bota de vino para beber al tiempo que el
“jefe”, y gratis.
Pero
aquí se acaba el chiste. Hemos vuelto al Siglo de Oro pero, como el
mundo está al revés, no son los pobres los que engañan a los
ricos. Se han vuelto las tornas y ahora los pícaros son los
poderosos (léase poder político o económico). En el Patio de
Monipodio del siglo XXI, el de Rinconete y Cortadillo, “no
sólo las prostitutas y demás gente del hampa están al servicio de
la sociedad secreta que él preside; también pertenecen a ella los
pilares de la sociedad visible: los procuradores, los alguaciles, los
verdugos, los escribanos o notarios y hasta los ciudadanos decentes”.
Blanco
y en botella para trasladarlo a nuestro tiempo. Con el Bigotes,
Crespo o Correa,
alrededor
del pozo, junto a las frescas macetas de albahaca toman el fresco
empresarios de pro que nos recomiendan trabajar como chinos mientras
ocultan sus millones en Suiza, en las Caimán o en Panamá;
banqueros con sueldos millonarios, después de haber engañado con
preferentes y otras artimañas a miles de personas; y políticos de
esos que recetan austeridad mientras se aseguran de perpetuarse en el
cargo, por los medios que sean.
Los
nuevos personajes de nuestra particular novela picaresca visten de
traje (regalado, claro) y corbata, y sus aventuras, que no
desventuras, no nos hacen precisamente sonreír. Que nos recuerdan
crisis, desahucios, desempleo, recortes en servicios básicos, miles
de dramas cotidianos que todos hemos vivido en carne propia o
próxima, mientras ellos se divertían con sus correrías.
Ojalá
sacudan la manta bien sacudida, y dejen al descubierto a tanto
sinvergüenza que ha arruinado nuestro presente y muchos futuros.
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