Leyendo el enésimo episodio de
“turismofobia”, actividad de moda este verano, me ha venido a la cabeza un
divertidísimo cuento de Oscar Wilde, El Fantasma de Canterville, que salvando
siglos y distancias, tiene mucho que ver con lo que estamos viviendo ahora.
En la Inglaterra del siglo XIX, unos
americanos modernísimos se alojan en un vetusto castillo, perturbando la paz de
sus moradores, en concreto, del fantasma de Sir Simon, que lleva trescientos
años viviendo allí, sin que nadie le falte al respeto. Los yanquis, modernos y
poco dispuestos a que nadie les fastidie las vacaciones, “pasan” del espectro y
de sus intentos por recobrar la paz perdida, y no se asustan para nada de las
“apariciones”. Al contrario, intentan combatirlas utilizando distintos productos modernos como
detergentes, aceite para cadenas, etc. Vamos, que ni renuncian a su forma de
vida ni muestran respeto por la que han invadido.
Como todos, también he hecho turismo. Y
también me he preguntado, especialmente en lugares remotos que se han puesto de
moda por una u otra causa, qué pensarán los lugareños, la gente que de pronto
ve invadida su plaza, sus calles, su río, por una horda de ruidosas personas
con sombreros y pantalón corto, cámara en ristre, acabando en lo que tarda en
aparcar un autobús, o lo que es peor, un crucero, con la paz y la tranquilidad
habitual.
Por no hablar de las espeluznantes
imágenes de playas abarrotadas, sin un huequito para poner la toalla, de las
largas colas para visitar tal o cual monumento o de las esperas interminables
para conseguir una ensalada y una tortilla en cualquier chiringuito. Muy buenas
noticias para el PIB, para la hostelería, para las empresas turísticas y para
el empleo (aunque esto merece una columna aparte), pero hay más cosas aparte
del dinero.
Marean las cifras que manejan los
gobernantes orgullosos. Los millones de turistas extranjeros o españoles, los
euros que se gastan al día, los índices de ocupación hotelera, la bajada, temporal
y puntal del paro, pero bajada al fin y al cabo. Pero hay otros datos que no
salen. O que están saliendo ahora. Los de la “turismofobia”.
Es más que preocupante que en zonas
turísticas falten médicos o enfermeros o maestros, porque todo gira en torno al
turismo, porque no hay salario que resista el alto precio de los alquileres,
enfocados siempre a los visitantes. O que espacios naturales singulares, que
han permanecido ahí por los siglos de los siglos, se estén degradando a pasos
agigantados, a golpe de vertidos, plásticos, basuras y desechos propios de la
masificación. O que no se pueda caminar por las calles de tu ciudad, de tu
pueblo, sin toparte con una horda de borrachos que celebran eso, que están en
España y de vacaciones.
Es un tópico hablar de turismo
sostenible, pero hay que encontrar la fórmula de hacer compatible una cosa con
otra, o acabaremos matando la gallina de los huevos de oro. La turismofobia ha
llegado para quedarse. No se trata de incidentes aislados, y por supuesto
reprochables, como quemar autobuses o lanzar huevos a los hoteles o boicotear
unas fiestas multitudinarias.
Es algo más serio y estamos a tiempo de
atajarlo, de conseguir una entente cordial que permita la convivencia, aunque
haya que bajar algún punto en el PIB. El fantasma de Canterville, sir Simon,
logró al final conmover a los americanos, y pudo descansar en paz.
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