La oficial. Porque hace
mucho tiempo que tengo la sensación de estar en campaña continua, de vivir
rodeada de eslóganes, de musiquillas irritantes y megafonías cansinas a la hora
de la siesta (y a cualquier otra), de carteles, de vídeos, de mensajes más o
menos impactantes… Vamos, de no ser yo, sino mi voto.
Cuando vuelva a salir
esta columna, en una semana justa, ya tendremos las ciudades “tomadas” por
caras sonrientes colgadas de farolas y fachadas. De encender la tele o poner la
radio, mejor ni hablar. Quince días para desaparecer del mapa y evitar la
muerte por sobredosis.
Y lo único que me pide
el cuerpo es instalarme cómodamente en una ciudad inexistente de un país
imaginario para darme la oportunidad de ver la vida desde otro punto de vista,
para contarla sin agobios y con tierra de por medio. Y con la tranquilidad que
proporciona saber que, si las cosas se ponen feas, siempre podré hacer como
Remedios la Bella, que un buen día salió volando entre flores amarillas, y
nunca más volvió.
Desde Macondo, con sus
casas de paredes de cristal, se ve todo. Pero de forma diferente. Veo a los
candidatos, afanados en convencernos, trabajando duramente en dos semanas de
infarto. Es la campaña. Con sus debates, sus repartos de propaganda, sus encuentros
con jóvenes, mujeres, empresarios, colectivos varios… Seguro que todo os suena..
Porque todo se repite, aunque cambie el atuendo cuidadosamente elegido, ni muy
progre ni demasiado serio, que todo tiene sus lecturas, aunque ahora los
candidatos bailen, o canten o hagan puenting.
Están convencidos de
hacer lo que deben, que se esfuerzan en poner la sonrisa profidén, por contar
los abrazos por docenas y los besos por centenas; y los kilómetros por miles, y
las palabras, por millones. Creo, de verdad, que llegan cada noche a casa con
la satisfacción del deber cumplido, y que, cuando cuentan los votos que creen
haber arrancado, piensan que mañana tienen que echar el resto. Ya queda menos,
y cada minuto cuenta.
A estas alturas de
columna, creo que habréis deducido que me aburren las campañas electorales. A
veces, hasta me crispan. Pero es lo que hay.
Desde Macondo, con su
tiempo eterno, sus epidemias de insomnio y sus extraños nacimientos de niños
con cola de cerdo, miro curiosa la corbata azul de los aspirantes, los paseos
por el centro de tal o cual candidata, el tierno beso al niño-foto del día-,
los coches circulando con la música machacona a toda pastilla, los carteles y
banderolas desteñidos por el sol y el agua a medida que transcurre la campaña.
Y recuerdo, qué
casualidad, que las lluvias que destruyeron mi pueblo imaginario duraron
exactamente cuatro años, once meses y dos días. Casi como una legislatura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario