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miércoles, 22 de agosto de 2018

Desde Macondo. INCÍVICOS

No creo que los protagonistas de este artículo acudan mucho al diccionario. O sí, vaya usted a saber, que no sería la primera vez que nos llevamos una sorpresa. Por si acaso, dejo la definición de “incívico” que nos da la Real Academia: Falto de civilidad o cultura. Y en la segunda acepción, Grosero, maleducado. Que también viene como anillo al dedo.
          No sé si veo las cosas con la perspectiva de la edad, pero por mucho que echo la vista atrás no encuentro, entre mis diversiones de juventud, ninguna que me llevara a romper botellas en un parque público, quemar contenedores, romper candados en instalaciones deportivas y arrojar al río su contenido, ni aliviar la vejiga, u otras cosas peores, en vías públicas, a las puertas mismas de un bien cultural o en la primera esquina a la derecha.
          Vamos, que ni se nos pasaba por la imaginación, y entonces, aunque a otra escala, también se bebía y se tenía la sangre caliente y las hormonas revolucionadas. Y había chulitos y chulitas que querían demostrar su osadía… En fin, como ahora, que todos hemos tenido veinte años y muchas ganas de romper las reglas.
          Pero no sé en qué momento se ha saltado la línea. La que marca, el civismo, la convivencia, el respeto por lo que es de todos, por lo que todos pagamos y volvemos a pagar cuando hay que reponerlo. Igual tiene que ver con la educación en casa, o con la falta de ella. Con la permisividad mal entendida, que está produciendo nuevas generaciones incapaces de tener su cuarto en condiciones mínimamente habitables, que no saben freír un huevo ni comerse un bocadillo si previamente no lo han comprado o se lo ha hecho su madre.
          Tal vez sea producto del desencanto por el presente incierto o por el futuro imperfecto que atisban en el horizonte. Pero nada de eso es excusa, ni mucho menos. Es como golpear al primero que pasa por la calle en lugar de darte a ti mismo un golpe contra la pared cuando tienes algún contratiempo.
          Lo cierto es que casi nos hemos acostumbrado a escuchar, escandalizándonos lo justito, las cifras millonarias de la limpieza tras un macrobotellón o un festival, la cantidad de contenedores, papeleras o cualquier otro mobiliario público que sufre “agresiones” gratuitas cada fin de semana, cuando los incívicos multiplican sus presencias en la calle; que reclamamos, a pesar de lo que cuesta, que pongan cámaras de vigilancia o patrullas policiales en tal o cual zona, y que hasta criticamos las campañas contra la venta de alcohol a los jóvenes.
          La edad no es excusa; la necesidad de diversión, tampoco. Bastaría con que cada cual interiorizara la idea de que la ciudad es tu casa y que la compartes con otras personas que no merecen ni tus vómitos, ni tus orines, ni los restos de tus juergas y, mucho menos, las “gracias” que atentan contra el patrimonio de todos.
          En la antigua Grecia se condenaba al “ostracismo” a los ciudadanos considerados como un peligro para la comunidad. Debían abandonar debía abandonar la ciudad en el plazo máximo de diez días y permanecer exiliado durante diez años Igual tendríamos que recuperar esta figura.

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