No
sé si veo las cosas con la perspectiva de la edad, pero por
mucho que echo la vista atrás no encuentro, entre mis diversiones de
juventud, ninguna que me llevara a romper botellas en un parque
público, quemar contenedores, romper candados en instalaciones
deportivas y arrojar al río su contenido, ni aliviar la vejiga, u
otras cosas peores, en vías públicas, a las puertas mismas de un
bien cultural o en la primera esquina a la derecha.
Vamos,
que ni se nos pasaba por la imaginación, y entonces, aunque a otra
escala, también se bebía y se tenía la sangre caliente y las
hormonas revolucionadas. Y había chulitos y chulitas que querían
demostrar su osadía… En fin, como ahora, que todos hemos tenido
veinte años y muchas ganas de romper las reglas.
Pero
no sé en qué momento se ha saltado la línea. La que marca, el
civismo, la convivencia, el respeto por lo que es de todos, por lo
que todos pagamos y volvemos a pagar cuando hay que reponerlo. Igual
tiene que ver con la educación en casa, o con la falta de ella. Con
la permisividad mal entendida, que está produciendo nuevas
generaciones incapaces de tener su cuarto en condiciones mínimamente
habitables, que no saben freír un huevo ni
comerse un bocadillo si previamente no lo han comprado o se lo ha
hecho su madre.
Tal
vez sea producto del desencanto por el presente incierto o por el
futuro imperfecto que atisban en el horizonte. Pero nada de eso es
excusa, ni mucho menos. Es como golpear al
primero que pasa por la calle en lugar de darte a ti mismo un golpe
contra la pared cuando tienes algún contratiempo.
Lo
cierto es que casi nos hemos acostumbrado a escuchar,
escandalizándonos lo justito, las cifras millonarias de la limpieza
tras un macrobotellón o un festival, la cantidad
de contenedores, papeleras o cualquier otro mobiliario público que
sufre “agresiones” gratuitas cada fin de semana, cuando los
incívicos multiplican sus presencias en la
calle; que reclamamos, a pesar de lo que cuesta, que pongan cámaras
de vigilancia o patrullas policiales en tal o cual zona, y que hasta
criticamos las campañas contra la venta de
alcohol a los jóvenes.
La
edad no es excusa; la necesidad de diversión, tampoco. Bastaría con
que cada cual interiorizara la idea de que la ciudad es tu casa y que
la compartes con otras personas que no merecen ni tus vómitos, ni
tus orines, ni los restos de tus juergas y, mucho menos, las
“gracias” que atentan contra el patrimonio de todos.
En
la antigua Grecia se condenaba al “ostracismo” a los ciudadanos
considerados como un peligro para la comunidad. Debían abandonar
debía abandonar la ciudad en el plazo máximo de diez días y
permanecer exiliado durante diez años Igual tendríamos que
recuperar esta figura.
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