Vamos a acabar todos licenciados en
Derecho, con un máster en instituciones penitenciarias, sumarios, vistillas, fianzas,
prisiones provisionales, apelaciones, recursos y hasta permisos carcelarios. Ya
hablamos en los bares, con toda normalidad, como si comentáramos el último
partido de liga, de imputados o investigados, de medidas cautelares o de
tribunales ordinarios o de Audiencias. Del Supremo y del Constitucional.
Es
lo que toca, ahora que nos cuentan la milonga del “todos a la cárcel”, aunque
no estén ni la enésima parte de los que deberían, y los que entran, lo hagan
por mucho menos tiempo del que se merecen, a decir del populacho entre el que
se encuentra la que suscribe.
Berlanga
tendría asegurada la segunda parte de su película, que no nos falta de ná. Ni
un posible escenario, que la cinta original se desarrollaba en Valencia, como
buena parte de los sumarios que ahora ocupan nuestras conversaciones.
Urdangarín que se libra, de momento; la Infanta, sin momento; Correa, Crespo y “El
Bigotes” que piden el mismo trato. Blesa, a la espera de la “vistilla” para ver
qué hacen con su body, y de Rato no se dice nada. O sea, que no entrará en
chirona.
Y
nosotros, implacables fiscales a ratos, tan contentos por el hecho de que un
puñado de delincuentes pasen un par de años (los más malísimos) en la trena.
Eso sí, con comodidades, que siempre ha habido clases, y hay jaulas de oro y
cadenas de plata. Leo en un reportaje dominical que el preso de moda, Granados,
el de la Púnica, ve las noticias en su celda, lee, pasea, y está estupendo
gracias a una dieta que le ha recomendado su nutricionista. Y que Correa va en
ambulancia al Juzgado porque el furgón policial le da claustrofobia. O que los
tres cabecillas de la Gurtel pidieron al entrar sábanas de primera puesta, es
decir, sin estrenar.
No
sé, a estas alturas de la película, cuando ya se me ha agriado el carácter más
de lo recomendable, me pone de mal humor pensar en una estancia cortita,
tranquila y sin sobresaltos, de quienes se han llevado cientos de millones de
este país, de quienes nos han hecho más desiguales, más desconfiados, más mal
pensados y hasta peores personas, a fuerza de tragarnos las bilis y otros malos
humores. Y que cuando salgan, a la vuelta de unos pocos meses, vivirán felices
y comerán perdices con lo que tienen a buen recaudo en Andorra, Las Bahamas o
cualquier otro paraíso fiscal.
Pienso
en el Jean Valjean de Los Miserables, machacándose en las galeras, en el Conde
de Montecristo, pudriéndose en una cueva inmunda, en los miles de presos
republicanos que, tras nuestra Guerra Civil, cayeron como chinches construyendo
canales, trenes a ninguna parte o el Valle de los Caídos, tan de actualidad en
nuestros días tras la negativa del Supremo a sacar de ahí a Franco y José
Antonio.
Nada
que ver con los presos de hoy en día. Traje y corbata al entrar y al salir,
chándal de diseño en el interior y dinero a cubierto, esperándolos para
compensarles de las amargas mieles de un internamiento corto y de luxe.
Y
me llevan los demonios. Que los dejen sueltos sin un euro. O con el salario
mínimo, que hoy estoy generosa. Que devuelvan lo que han robado, aunque no
podrán devolver la dignidad que han quitado a todo el país. Que las condenas
sean a hacer trabajos a la comunidad a la que han sorbido la sangre, las
esperanzas y la confianza en las instituciones y en las personas.
Aunque
el cuerpo me pida que los manden a galeras. A pan y agua y encadenados.
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