Al menos 652 niños y adolescentes
murieron en 2016 en Siria, el mayor número de bajas de
menores desde que se comenzó formalmente a documentar este tipo de víctimas; de
los menores fallecidos el año pasado, 255 perdieron la vida en ataques
dentro o cerca de escuelas. Además, más de 850 fueron reclutados para
luchar en el conflicto, el doble que en 2015. Los niños suponen el 30% de los muertos en los
bombardeos. Dos de cada tres menores han visto morir violentamente a un
familiar o a un conocido. La mitad de los seis
millones de niños sirios nunca o rara vez se sienten seguros en el colegio, por
lo que muchos han dejado de ir a clase y un 40 por ciento de los menores
encuestados no se sienten tranquilos jugando al aire libre. Otro 78 por ciento
sienten pena y extrema tristeza de forma casi permanente y casi todos se han
vuelto más nerviosos o temerosos a medida que la guerra continúa.
Hay
más. El insomnio, la pérdida del habla, la incontinencia urinaria, incluso en
mayores de 14 años la convulsión ante cualquier ruido inesperado o la
irritabilidad y el mal humor son otras secuelas que padecen estos menores. Por
hablar sólo de un país, que no hay que olvidar que la neumonía, primera causa
de mortalidad infantil, se cobra la vida de 2.500 niños cada día, y otros 800
fallecen diariamente por malaria. Y 159 millones de menores de cinco años
padecen desnutrición crónica,
en gran medida por la falta de alimentos suficientes y de calidad, pero también
por las continuas diarreas al beber agua contaminada.
Y
con este panorama, dos palabras. Un hastag, que decimos ahora: #CierraUNICEF. La idea es genial, y
lo sería más si no fuera una campaña publicitaria, si fuera realidad. Si UNICEF
cerrara porque en el mundo ya se habían acabado, para siempre, los problemas de
los niños. Si la agencia de la ONU encargada de la protección de la infancia diera
por erradicadas, como se hace con una epidemia, la mortalidad infantil, la
falta de acceso a una educación y sanidad dignas, la desprotección, el hambre,
la pobreza, el miedo en cualquier rincón del planeta.
Ojalá
cerrara UNICEF, y Save The Children y cualquier otra organización humanitaria
de las que día a día tratan de poner parches en el gran agujero negro en el que
hemos convertido el mundo de los niños. Pero los datos son tozudos. Y las
imágenes, también. Nos llevan, en cada telediario, de la guerra en Siria a la
hambruna en Sudán del Sur, de las caras tristes de los refugiados a los
vientres hinchados y las moscas rondando a pequeños de ojos enormes en Etiopía
o Namibia.
Los
miramos y nos compadecemos. Igual hasta nos rascamos el bolsillo, siempre con
tiento, y maldecimos a nuestros países, los del primer mundo, que han recortado
drásticamente las ayudas a la cooperación internacional, porque primero somos
nosotros.
Y
es inevitable preguntarse cómo serán esos niños de adultos, si llegan. Cómo
canalizarán tanto miedo, tanta hambre, tanto sufrimiento, tantas penalidades
sufridas, tanta infancia robada. En Macondo, el último de los Buendía nació con
cola de cerdo, para cumplir la maldición que pesaba sobre la estirpe de Cien
Años de Soledad, condenada a no tener una segunda oportunidad sobre la Tierra.
UNICEF
no puede cerrar, porque hay millones de seres humanos que no tienen siquiera la
oportunidad de llegar a tener infancia. A ser niños.
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