Un tribunal de India ha declarado los
ríos sagrados Ganges y Yamuna “entidades vivientes”, con el ánimo
de que esta declaración ayudará a proteger los ríos, ya que a partir de ahora
tienen todos los derechos constitucionales y reglamentarios de los seres
humanos, incluido el derecho a la vida. Muy bonito. Y ojalá sirva de algo, que
lo dudo, porque he visto la peor cara de ambos ríos, la de la suciedad, la
basura, los malos olores…
Pero
la India queda muy lejos, y aquí tenemos nuestra propia “entidad moribunda”, que está pidiendo a gritos una declaración de
amor, tres palabras que la salve de la agonía y la desaparición irreversible.
Hablo del Tajo, y las palabras son, obviamente, Fin del Trasvase.
En
tres décadas viviendo frente al río he ido viendo su decadencia, más lenta al
principio, a pasos agigantados ahora, y desapareciendo a golpe de anuncios en
el BOE. De 20 en 20 hectómetros cúbicos. Cuarenta a veces. Y hasta sesenta.
Son
las únicas declaraciones que nos llegan sobre el pobre Tajo, entendiendo por
tal el conjunto de fauna y flora de su cauce y sus riberas. No tiene derecho a
la vida. No la tienen los peces, ni los juncos, ni los patos, ni las aves que
anidan en sus islas o las que lo sobrevuelan para buscarse el sustento. Ellos,
como nosotros, están condenados a convivir con el cieno, el lodo, las espumas
malolientes y las malas hierbas.
No
sé si aún estamos a tiempo de conseguir que el Tajo sea considerado una entidad
viviente, un ser lleno de fuerza y juventud, viendo al anciano decrépito y
ausente en que lo han convertido. Nada que ver con lo que cantaba Garcilaso,
“Corrientes aguas, puras, cristalinas, árboles que os estáis mirando en
ellas…”, cuando el Tajo era poesía. Hoy es mezcla de lodo con burla y tristeza.
No
esperamos que declaren al Tajo entidad viviente, que ya sabemos que los que
mandan han decidido saciar la sed de otros
a costa de lo que sea, pero es nuestra responsabilidad, de todos, no dar
la espalda al río. Es tiempo de que dejemos de mostrar la lastimosa lengua seca
y enseñemos los dientes. Es nuestra obligación, a falta de alguien con el
criterio y el sentido de justicia del primer Buendía, que en la fundación de
Macondo dispuso de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía
llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo.
No
existiría Macondo sin el río. Y nosotros tampoco. Cuando los Buendía pensaban
que no llegarían a ninguna parte, apareció un río de aguas diáfanas, que se
precipitaban sobre un lecho de piedras blancas y enormes como huevos
prehistóricos.
Y
empezó la vida.
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