Por más que lo intento no logro hacerme
a la idea de ver a los insignes miembros del parlamento británico, a los
comunes y los lores, con sus todas y sus pelucas empolvadas, hablando de la
conveniencia de que se pueda obligar a las mujeres a llevar tacones en su
trabajo.
Pero
por mucho que sonroje, es real. Vaya si lo es. “Tacones altos y códigos de vestuario en el puesto de trabajo” es exactamente el título del informe que
esta misma semana debatían sus señorías, o como se llame allí a los
parlamentarios. Todo, a raíz de la denuncia de una recepcionista de
hotel, despedida por querer cuidar sus maltrechos pies tras una larga jornada
de trabajo encaramada a los zapatos de tacón. A partir de ahí, docenas
de casos que todos conocemos. Faldas cortas, buenos escotes, maquilladas, por
supuesto…
Y todo esto, en la semana
en que celebramos, por decir algo, el Día Internacional de la Mujer, en la que
nos hartamos de escuchar mensajes de igualdad de oportunidades, de mismo
salario para igual trabajo, de conciliación, de oportunidades profesionales,
cuando contamos y no paramos las muertas por violencia machista… Avergüenza
vivir en una sociedad que, a estas alturas, tiene que preocuparse, al más alto
nivel, por si es o no lícito obligar a nadie a trabajar subida a unos tacones
de aguja.
Lo siguiente podría ser
decretar que mejor nos quedemos en casa, que seguro que queremos el sueldo para
comprar trapos, o pendientes, o barras de labios y sombras de ojos. O para
lencería "íntima", y cremas carísimas que mantengan a raya las
arrugas. Y a todo esto, la casa sin barrer, la ropa sin planchar y los niños,
como vaca sin cencerro.
Ahora que casi las
habíamos convencido de que primero Dios creó el cielo y la tierra, y luego el
hombre, y los animales, y ya, si eso, hizo a la mujer. Ahora, que con la excusa
de la crisis estábamos consiguiendo volver a encerrarlas en casa, porque el
escaso trabajo es para los hombres. Y cuando los recortes y la muerte de la Ley
de Dependencia, las ha enviado de vuelta a cuidar a los abuelos o a los hijos
con problemas, ahora van y dicen que quieren obrar lo mismo y además, no
quieren ponerse tacones, que salen juanetes y duele hasta el alma.
Definitivamente,
mi reino no es de este mundo. Que no, que estoy demodé, que todo me suena a
chino, a otro momento que no es el mío. Vengo de otra época. Soy una mujer
antigua, una mujer de antaño. De esos tiempos en los que te contaban que el
hombre y la mujer son iguales en derechos y deberes, que no hay amo sino
compañero, que los hijos son de dos, y a ambos corresponde cuidarlos y
educarlos. Y que mi inteligencia y mis capacidades no sólo pueden ser iguales,
sino hasta superiores a las de cualquier varón. Y que valgo igual en vaqueros y
con el pelo recogido que con tacones y mechas.
Y
que en este mundo de refugiados, de guerra, de pobreza, de desigualdades, de
pavorosos avances de la ultraderecha, de intolerancia y de falta de
solidaridad, hay cosas mucho más importantes que debatir en los Parlamentos que
algo que debería ser obvio, la libertad de elegir vestuario, o calzado,
independientemente del sexo.
No
son buenos mimbres para tejer el cesto del Día Internacional de la Mujer
Trabajadora. Creo que en adelante lo voy a celebrar en Macondo con sus mujeres
mágicas y rotundas, pisando firmes la tierra. Con tacones o en zapatillas.
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