A vueltas con Europa, que no me recuerda
para nada a la cándida joven raptada por Zeus, ni a una amorosa madre acunando
a sus hijos, me viene a la cabeza la reflexión del protagonista de una de las
novelas de la Pardo Bazán, que amargado, desilusionado y enfadado con el mundo,
concluye diciendo «Naturaleza, te llaman madre, deberían
llamarte madrastra».
Y algo más fuerte deberíamos llamar a la
Unión Europea, que se queda corta la imagen de las madrastras de cuento, más
parecidas a brujas, con verruga en la nariz incluida, que sólo cuida
amorosamente a los hijos elegidos, maltratando hasta el infinito a los demás,
que andan descalzos, con mocos en la cara y mendigando un mendrugo de pan. Y
sobre todo, que no se sienten queridos, que se sienten “los otros”, los excluidos.
No sé en qué momento el sueño europeo se
convirtió en pesadilla; la madre amorosa que nos acogía, recién salidos del
franquismo inhumano y plagado de huérfanos, mutó en madrasta cruel y nunca
satisfecha con los hijos postizos. El amor se convirtió en fundamentalismo
económico y la familia, la gran familia, cambió el calor del hogar por la fría
oficina de un banco. Ni cuando las cartas de amor pasaron a ser facturas; las
charlas, agrias discusiones. Ni cuando se decidió que unos pasarían el tiempo
al calor del hogar y otros mirarían desde fuera por los cristales, como los pilluelos
desharrapados de los cuentos de Dickens, comiendo y calentándose con la vista.
Nadie puede extrañarse de que se
extienda el euroescepticismo. La madrastra Europa tiene millones de hijos
maltratados desde hace años por unas políticas austericidas que ni generan
crecimiento y empleo y que, además, engrosan las deudas. Mientras los hijos
afortunados, los millonarios, aumentan sus fortunas y se favorece a grandes
empresas y Bancos. Mientras alimentan a sus elegidos con el pan que nos quitan
de la boca.
Éramos huérfanos y creímos haber
encontrado una familia de acogida. Claro que teníamos que modificar muchas
cosas, que respetar la vida en comunidad, que contribuir en las tareas de la
casa, repartir la comida y el cariño. Con justicia, con equidad, luchando
juntos en las dificultades y celebrando los triunfos, cualquier triunfo, como
si fuera propio. Decidiendo en común y desterrando el ordena y mando.
Eso fue lo que votamos al entrar en
Europa. No queríamos una oficina con un contable inflexible. Buscábamos una
familia. Y una madre de verdad, no una madrastra.
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