Areté, en griego ἀρετή, era el nombre del primer libro de texto que tuve
de esta lengua clásica, antes de que alguien decidiera enviarla, envuelta en un
paquetito con el Latín, al baúl de los recuerdos, por considerar que había
otras materias más interesantes que estudiar. Craso error, pero hoy no viene al
cuento.
El caso es que, como
los libros se empiezan por las cubiertas, fue esa la primera palabra de la
lengua de Platón y de Aristóteles que descubrí. Y me sonó muy bien. Areté. La
excelencia o algo así, que la traducción es complicada. La areté era el fín
último de la enseñanza, y agrupaba conceptos como valentía, justicia,
moderación, virtud, dignidad… Todo lo necesario para hacer lo que hoy
llamaríamos un hombre de bien, un ciudadano ejemplar.
Hacía años que no
recordaba este concepto, y que Grecia había quedado reducida al kalimera,
kalispera, efjaristó y las novelas de Petros Márkaris (que recomiendo
vivamente). El tiempo había mandado a un rincón del disco duro de mi cabeza las
enseñanzas clásicas, los buenos y menos buenos ratos de traducir
la Anábasis de Jenofonte, obligada en mi época, y hasta las enseñanzas de los
Siete Sabios o las deliciosas historias de la Mitología helena, que me
apasionaban hasta el punto de conocer de memoria la larga lista de dioses,
semidioses, titanes, náyades y demás.
Y mire usted por dónde, todo ha vuelto,
atropelladamente, luchando por colocarse en primera línea, por encabezar el
ránking de recuerdos. Ha vuelto Grecia con todo su peso, con toda su Historia,
con su areté de siglos.
Me indigna la posibilidad que apuntan
algunos miserables de romper con Grecia, de sacarla de Europa tras haberla
tenido arrinconada y contra las cuerdas durante años; me pone enferma la imagen
de los señores del Eurogrupo, todos a años luz de la areté, de ser excelentes
en nada, borrando de la Historia, por un puñado de óbolos, la tierra que
inventó la democracia que se afanan en destruir.
Grecia debe
dinero. Vil metal. Pero nosotros le debemos mucho más. Le debemos los textos de
Homero, la historia de Herodoto, las enseñanzas de Aristóteles, la república de
Platón y la democracia de Pericles, el teatro de Eurípides, Sófocles y Esquilo,
los cálculos de Pitágoras, la belleza infinita de las obras de Fidias o Mirón,
el Olimpo, que todos hemos contemplado como meta en alguna ocasión.
Todo eso es una deuda,
y lo demás es cuento. La areté se alcanza en billetes hoy en día; es ciudadano
de bien quien más tiene. Y esta Europa de nuestros
dolores merece volver a ser raptada por Zeus transmutado en toro blanco.
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