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miércoles, 24 de abril de 2013

Desde Macondo. SOMOS MENOS

Macondo era una aldea de poco más de veinte chozas de barro y cañas cuando el primer Buendía, acompañado de un puñado de amigos con sus familias, sentó allí sus reales. En poco tiempo, se trazaron las calles, se construyeron casas, siempre a igual distancia del río y con las mismas horas de sol, se abrieron comercios y tiendas de artesanía, y empezó a llegar la gente.
           Poco a poco, primero. En masa después, con la implantación de la Compañía Bananera y en los años de esplendor. Después, todos se fueron marchando. Y luego llegó el diluvio, y después el viento, que arrasó el pueblo. Y al final, las hormigas acabaron con el último habitante, el último Buendía.
           Somos menos en España, y en Castilla-La Mancha y, por supuesto, en Talavera. Somos menos y estamos peor. Y menos que vamos a ser y peor que vamos a estar. Ya se han ido los emigrantes, después de vivir unos años el espejismo de un mundo mejor, y empiezan a emigrar los propios, buscando ese mismo mundo.
           He leído por alguna parte que la población española no había descendido desde el final de la Guerra Civil, en 1939, cuando el hambre y el miedo empujaron a decenas de miles de personas al exilio. Se fueron muchos, entre ellos, los mejores. Como ahora.
           La “movilidad exterior” término que ha acuñado una ministra con más lengua que cerebro (y que sentimientos), es, como en esos años 40, un exilio obligado, una tragedia que pagaremos (y a la Historia me remito), durante muchos años.
           Somos menos y somos peores, porque la población envejecerá más aún (también lo dijo un Buendía, “uno no se muere cuando debe, sino cuando puede”), porque la generación de jóvenes mejor formados desplegarán su talento en otros mundos, porque la experiencia se está despreciando en aras al beneficio rápido, a los salarios cortos y a los contratos basura. Porque se cambia el sólido mañana por un hoy incierto y porque nadie es capaz de analizar el pasado para sacar consecuencias y poner remedios.
           Y porque, como ocurrió con los exiliados de la guerra, si algún día esto se arregla, pocos querrán volver a una tierra que les negó el pan y la sal y les puso las maletas más allá de sus fronteras.
           Alguien debería preocuparse por las cifras de descenso de población, más allá de pensar que ecuatorianos, rumanos o magrebíes ya no nos consideran el país de las maravillas. Esto es lo fácil, lo obvio.
           Por supuesto que también se puede pensar que cuantos menos seamos, a más tocamos. De retroceso y de desesperanza, claro.

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