No pensaríais que iba a sustraerme de
hablar del desafío soberanista, del procés o, en román paladino, el proceso. Aunque
sólo sea por hacer un sano ejercicio de liberación, de desintoxicación, y
porque no voy a ser yo la única que no haga una sesuda columna sobre el tema. Y
a pesar de que hablar de “proceso” me produce el mismo desasosiego que en su
día experimenté al leer la obra de Kafka, y que experimento cada vez que pienso
en ella.
Y
al fin y al cabo, lo que está pasando es kafkiano, entendiendo el adjetivo en
su más pura definición de “Cosa o situación absurdamente complicada y extraña”.
Para quien no conozca la obra, en el relato, Josef K. es arrestado una mañana
por una razón que desconoce, y de la que, por tanto, no puede defenderse, por
mucho que se enreda en leyes, recursos y abogados.
Todo
muy angustioso. Como el “procés” en el que estamos envueltos todos, no sólo los
catalanes, del que escuchamos mucho y entendemos poco, porque falla el comienzo. No
sabemos por qué ha pasado ni cómo han permitido que llegáramos hasta aquí. Unos
y otros.
En
este proceso extraño se han juntado el pan con las ganas de comer, la
intransigencia de unos con el afán de protagonismo de otros, sazonado todo con
las ansias de poder, con esperanzas de réditos electorales y, sobre todo, con
miopía. Y de esta mezcla extraña ha salido el cóctel más explosivo.
Confieso
que hasta ahora me aburría el tema, que tenía
que hacer verdaderos esfuerzos para no pasar de largo las páginas con el
cintillo de “desafío separatista” con que nos llevan obsequian todos los días
desde hace un lustro los periódicos. Pero
como el pobre Josef K. a medida que pasan los días, voy cayendo en el
fatalismo, en pensar que esto no tiene remedio, porque nadie está dispuesto a
remediar nada.
Hartita
estoy de ver cómo zarandean a la Ley, con mayúsculas o a las leyes, en
minúsculas, unos para hablar de su Imperio y otros, para asegurar que se las
van a saltar. Es curioso ver como las manejan a su antojo quienes tienen la obligación,
que para eso les pagamos, de sentarse a hablar, de buscar soluciones y de
encontrar, de común acuerdo, no lo mejor para ellos, para sus formaciones
políticas o para sus intereses, sino para los ciudadanos.
No
tienen derecho a convertirnos a todos en protagonistas del Proceso, a
mantenernos angustiados por una situación que no hemos creado y que se nos
escapa, que nos lleva camino a la fatalidad.
Una
noche dos guardias vienen a buscar a Josef K. para ejecutar la condena. Y en sus
últimos momentos, sin haber entendido nada, solo desea poner fin al proceso,
asumiendo de algún modo como cierta una culpa desconocida.
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