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miércoles, 26 de julio de 2017

Desde Macondo. EL WEST EXPRESS

Corrían los años 60 del siglo XIX cuando culminaba la magna obra de unir la red de ferrocarriles del Este de los Estados Unidos con California, en la costa del Pacífico. Se finalizó con la famosa ceremonia Golden Spike (Clavo de Oro), que daba inicio a una auténtica revolución en la población y la economía del Oeste estadounidense, enterrando para siempre las famosas caravanas de carromatos que todos hemos visto en las películas.
          Fue uno de los mayores logros de la presidencia de Abraham Lincoln apoyado con fuerza por el gobierno. Y fue la vía directa a la modernidad y al desarrollo. Es Historia, no ciencia-ficción, y la Historia, como sabéis, está para que aprendamos de ella, en lo bueno y en lo malo, para tomar lo que nos ha hecho avanzar y para no repetir errores.
          En teoría, claro. Considerando la extensión de la América del Norte, los kilómetros que van de Oriente a Occidente, los Estados que hay que atravesar, las montañas, los lagos, los desiertos, los mil y un accidentes geográficos, y los tiempos, sin la enésima parte de los medios materiales que existen ahora, indigna mucho más ver esta España pequeñita partida en dos. Con tren y sin tren.
          Porque sí. Porque nuestros Atlántico y Pacífico particulares tienen distinta consideración en los despachos; porque alguien ha decidido que sigamos con los carromatos y los tristes apeaderos, con las polvorientas estaciones en las que sólo paran las diligencias  cerrando la puerta al bienestar y el progreso de casi la mitad del país.
          Y hay que aferrarse con uñas y dientes al último tren que nos queda. Ya nos han quitado demasiadas cosas, ya nos han aislado por encima de lo soportable y no pueden condenarnos a andar en diligencia. Ya no hablamos de Alta Velocidad (¿Dónde andará?), ni de conexiones con esa Europa desgarrada e inconexa. Hablo de un tren digno, y medianamente rápido, que nos haga de cordón umbilical con otros puntos del país y nos permite aferrarnos a la idea de que no somos una isla, aislada y a la deriva condenada a cien o a mil años de soledad.
          Cuando Aureliano Triste decidió vincular Macondo con el resto del mundo sólo pronunció una frase: Hay que traer el ferrocarril. Y unos meses después, un  tren amarillo atravesaba la población entre silbatazos y resoplidos. En sucesivos viajes, el tren trajo la electricidad, y el cine, y el gramófono. Cada miércoles a las 11 bajaban de sus vagones personajes extraños con inventos que dejaban a todos boquiabiertos. Que los conectaban con el presente y el futuro. Y Macondo empezó a ser ciudad. Comenzó a ampliarse el negocio del hielo, las gentes iban y venían y hasta llegó la fiebre del banano. Hubo un antes y un después del ferrocarril, como en todas partes.
           El primer tren, con Rey incluido, llegó a Talavera en 1876, repleto de futuro. Cuando el tren se marchó de Macondo por última vez, iba cargado de muertos. Tres mil decían. O tal vez muchos más.

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