Corrían
los años 60 del siglo XIX cuando culminaba la magna obra de unir la red de
ferrocarriles del Este de los Estados Unidos con California,
en la costa del Pacífico.
Se finalizó con la famosa ceremonia Golden Spike (Clavo de Oro), que
daba inicio a una auténtica revolución en la población y la economía del Oeste estadounidense, enterrando
para siempre las famosas caravanas de carromatos que todos hemos visto en las
películas.
Fue
uno de los mayores logros de la presidencia de Abraham Lincoln
apoyado con fuerza por el gobierno. Y fue la vía directa a la modernidad y al
desarrollo. Es Historia, no ciencia-ficción, y la Historia, como sabéis, está
para que aprendamos de ella, en lo bueno y en lo malo, para tomar lo que nos ha
hecho avanzar y para no repetir errores.
En
teoría, claro. Considerando la extensión de la América del Norte, los
kilómetros que van de Oriente a Occidente, los Estados que hay que atravesar,
las montañas, los lagos, los desiertos, los mil y un accidentes geográficos, y
los tiempos, sin la enésima parte de los medios materiales que existen ahora,
indigna mucho más ver esta España pequeñita partida en dos. Con tren y sin
tren.
Porque
sí. Porque nuestros Atlántico y Pacífico particulares tienen distinta
consideración en los despachos; porque alguien ha decidido que sigamos con los
carromatos y los tristes apeaderos, con las polvorientas estaciones en las que
sólo paran las diligencias cerrando la
puerta al bienestar y el progreso de casi la mitad del país.
Y
hay que aferrarse con uñas y dientes al último tren que nos queda. Ya nos han
quitado demasiadas cosas, ya nos han aislado por encima de lo soportable y no
pueden condenarnos a andar en diligencia. Ya no hablamos de Alta Velocidad
(¿Dónde andará?), ni de conexiones con esa Europa desgarrada e inconexa. Hablo
de un tren digno, y medianamente rápido, que nos haga de cordón umbilical con
otros puntos del país y nos permite aferrarnos a la idea de que no somos una
isla, aislada y a la deriva condenada a cien o a mil años de soledad.
Cuando
Aureliano Triste decidió vincular Macondo con el resto del mundo sólo pronunció
una frase: Hay que traer el ferrocarril. Y unos meses después, un tren amarillo atravesaba la población entre
silbatazos y resoplidos. En sucesivos viajes, el tren trajo la electricidad, y
el cine, y el gramófono. Cada miércoles a las 11 bajaban de sus vagones
personajes extraños con inventos que dejaban a todos boquiabiertos. Que los
conectaban con el presente y el futuro. Y Macondo empezó a ser ciudad. Comenzó
a ampliarse el negocio del hielo, las gentes iban y venían y hasta llegó la
fiebre del banano. Hubo un antes y un después del ferrocarril, como en todas
partes.
El
primer tren, con Rey incluido, llegó a Talavera en 1876, repleto de futuro. Cuando
el tren se marchó de Macondo por última vez, iba cargado de muertos. Tres mil
decían. O tal vez muchos más.
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