No sé en qué momento cambiaron las
estaciones. En todo. No sólo en lo meteorológico, que también, por aquello de
que nos estamos cargando el planeta. Pero hablo de otra cosa, del transcurrir
normal de los días, las semanas, los meses… El otoño, comienzo de casi todo; el
invierno, inevitable para esperar tiempos mejores; la primavera, promesa de
nueva vida. Y del verano, fin de ciclo a la espera de volver a empezar.
Con
su sopor, sus calores, los días larguísimos esperando el fresco de la noche. La
vida entre paréntesis con todo lo importante esperando hasta septiembre.
Lecturas intrascendentes, diversiones más orgánicas que otra cosa, playa,
siesta y terrazas. Y periódicos delgaditos, llenados a duras penas con fiestas
de pueblo, reportajes intemporales, consejos de salud o de cocina, apuntes de
viajes, imágenes de playa y pueblos, de aeropuertos repletos, de sombrillas y
maletas o de largas colas de operaciones salida-retorno.
Y
poco más. Algún suceso y las inevitables “serpientes de verano”, que daban
mucho juego a la hora de enfrentarse a la página en blanco. Así en todas
partes. También en Macondo, cuando coincidiendo con el calor llegaban los
gitanos , siempre con algo nuevo con lo que entretener los largos y sofocantes
días. Una vez fue el hielo, nunca visto por aquellos calurosos lares; otra, el
imán, al que se pegaban cucharas y sartenes como por arte de magia, y la lupa,
que podía crear el fuego sólo con dirigirla al sol; y el catalejo, que mostraba
las montañas más allá de la ciénaga. Y hasta una presunta alfombra voladora.
Y
así, mucho más allá de cien años de soledad. Siempre. Las serpientes de verano
han dado mucho juego para entretener las tertulias en las terrazas, los
corrillos en las plazas y los atardeceres al fresco del patio. Asomando julio,
y antes a veces, cualquier periódico o
noticiero de radio y televisión tenían su propia historia para pasar los
meses de sequía informativa. Desde avistamientos de OVNIS hasta descubrimientos
más o menos famosos, antiguas historias con pistas nuevas, crímenes
espeluznantes que volvían a la luz o simplemente, amores y desamores de
personajes y personajillos.
Eran
bichitos inofensivos, entretenidos, curiosos, que volvían a su guarida apenas
asomaba septiembre. Pero en algún momento, a traición, mutaron en sapos y
culebras. En los peores bichos que la naturaleza, la Historia o la Mitología,
nos han dejado de herencia. La Hidra, la Gorgona, la Medusa, la serpiente
emplumada y hasta la de Adán y Eva que nos expulsó para siempre del Paraíso
condenándonos a ganar el pan con el sudor de la frente.
Ahora
hablamos, también en verano, de economía, de corrupciones y juzgados, de paro,
de precariado, de “nimileuristas”, de trabajo basura, de pateras, que se
multiplican con los calores… Hasta he leído que la Unión Europea ha prohibido
vender balsas hinchables a Libia para que no vengan más inmigrantes…
Hemos
creado un monstruo y ahora nos engulle sin remedio. No hay forma de acercarse a
una página impresa, de encender un aparato de radio o de zambullirse en la red
sin que encontremos un “bicho” que nos amargue lo que debiera ser un plácido
día de verano. Nos persiguen en casa, en la playa, en la siesta inquieta; se
cuelan, como serpientes, en los paseos mañaneros de los pueblos, en las charlas
nocturnas buscando el fresco.
Los
sapos y culebras que nos han colonizado han terminado con las estaciones, con
el normal discurrir de los días, porque se quedan todo el año, engordando y
alargándose. Confundiéndonos y haciéndonos añorar esos veranos de antes, cuando
no había noticias que echarse a la boca. Ni falta que hacían.
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