… En un ataque preventivo de la URSS. Ya
no existe el Telón de Acero ni, en teoría, esa amenaza latente que nos pesaba
como una espada de Damocles, siempre sobrevolando nuestras cabezas. Cayó el
muro y pasó la Guerra Fría. Hoy hay cientos de vallas, con concertinas y sin
ellas, de fronteras más inexpugnables que cualquier pared de hormigón, de
guerras de todos los tamaños y de enemigos que se llaman bombas y balas, pero
también responden a otros nombres, al de hambre, miedo, desesperación…
Y
la pregunta es la misma ¿Qué harías tú? Es la que tendríamos que hacernos todos
en lugar de hablar de pasada de refugiados, de comentar el tema como se comenta
el tiempo, una jugada de fútbol o la última salida de tono del político de turno.
No
sé qué haría. Me lo pregunto cada vez que los medios nos obsequian con alguna
de las “historias humanas” de los inmigrantes. Como si no lo fueran todas.
Humanas, digo. De cuando en cuando, se pone cara y nombre a alguno de los
dramas por los que pasamos de puntillas, unos minutos en los informativos y
alguna foto más o menos impactante de un
niño tirado en la playa, o una madre que se aferra a su bebé muerto, o un padre
desesperado porque ha perdido a toda su familia.
En
un alarde de humanidad nos dicen que se llaman Aylan, o Ahmed o Leyla; que
salieron de su país hace meses y han atravesado a pie una docena de países para
llegar muy cerca de nosotros, pero a conveniente distancia; o que no habían
visto el mar hasta que una noche oscura se embarcaron en una pequeña barca de
plástico, de esas que vemos en las piscinas y en las playas.
Y
yo no sé qué haría. No sé si sería capaz de echarme al mar con un bebé de siete
días y tres hijos más, sin comida, con lo puesto y viajando hacia un horizonte
incierto. No sé si el amor de madre, el miedo o la desesperación, me empujaría
a emprender el camino. No sé a qué grado de desesperación hay que llegar para
poner rumbo a lo desconocido, para embarcarte y embarcar a los tuyos en una
travesía sin final conocido. Todos tendríamos que hacer este ejercicio, pensar
qué haríamos y, sobre todo, qué horror y qué infierno deben estar viviendo
quienes deciden salir de su país.
No
se trata de conmoverse e indignarse puntualmente, cuando vemos una larguísima
fila de cadáveres, de todos los tamaños, tapados con sábanas en cualquier playa
del Mediterráneo. Ni de secarnos los ojos con el pico del pañuelo mientras
vemos la impotencia de un voluntario de cualquier ONG con un pequeño cuerpo en
brazos, rescatado demasiado tarde de las aguas.
No
basta con tragarnos la ración diaria de salvamentos en el mar, de lágrimas y
mocos, de padres y madres desesperados embistiendo la valla de turno… Y a otra
cosa. A ver qué pasa con el “Brexit”, o cuándo se arreglará el país, o si habrá
o no nuevas elecciones. Más allá de decidir si “colocamos” a unos centenares de
pobres refugiados, si a ti te cocan 58 y a mi 122, deberíamos pensar qué
haríamos nosotros si viviéramos en Siria, o en Sudán o en Libia. Entonces,
igual daríamos una respuesta diferente a quienes llaman a nuestras puertas.
El
primer Buendía buscaba el mar cuando emprendió con su familia la búsqueda de un
lugar para vivir. Afortunadamente, nunca lo encontró. Y su estirpe se prolongó
por siete generaciones. Hasta el diluvio.
Tampoco yo sé qué haría.
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