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miércoles, 19 de abril de 2017

Desde Macondo. LA RESURRECCIÓN

Podría empezar con eso de…”y al tercer día resucitó”, que lo tenemos muy reciente. O acudir al diccionario de la Real Academia, siempre dispuesto a poner las cosas en su sitio, que nos explica que resucitar viene del latín 're-' y suscitāre , que significa levantar', 'avivar' y, coloquialmente, restablecer, renovar, dar nuevo ser a algo.
          ¡Vamos que si hemos levantado, avivado, y restablecido (lo de renovar y dar nuevo ser no lo tengo claro), la Semana Santa!. Tanto, que me he remontado varias décadas atrás, cuando me daba miedo salir a la calle con tanto encapuchado suelto. Y ya ha llovido desde aquello, que una tiene su edad. El caso es que, además del creciente número de procesiones, de las banderas a media asta, los nazarenos de todos los colores y las multitudes enfervorecidas llenando calles y plazas, los datos constatan que el total de horas de programación religiosa en televisión durante esta Semana Santa, de Jueves Santo al Domingo de Resurrección  ha sido de 360 horas, un dato que supone 56 minutos más que el año pasado. La cifra es la más alta de los últimos diez años.
          Ya son horas. Sí, entre todas las cadenas. Y contando Ben.Hur, la Túnica Sagrada, los Diez Mandamientos, Rey de Reyes o Barrabás., que se han paseado por la parrilla como Juan por su casa. Pero son demasiadas horas de procesiones y películas bíblicas a estas alturas de siglo y de mundo global y diverso.
          Igual es que estoy más sensible este año, o que en la última década he estado más despistada. El caso es que me he fijado otra vez (con mezcla de horror y estupefacción), en la gente descalza, por penitencia, entiendo, en la sobredosis de políticos, traje oscuro y mantilla en ristre, que desfilan con cara de circunstancias detrás de borriquillas, Dolorosas y cruces en cualquier punto del país, en la Guardia Civil (mujer con la Virgen y hombre con el Cristo), desfilando junto a las imágenes, en los miles de personas abarrotando las calles...
          Y he vuelto a la Prehistoria, es decir, a mi infancia. A las monjas del colegio que nos contaban que era pecado jugar y reírse porque Jesús estaba sufriendo; a las larguísimas tardes de Viernes Santo sin tele y con cines y bares cerrados. Eran los años en que en este país nuestro, reserva espiritual de Europa, los gobernantes iban bajo palio y en los pueblos, nadie mandaba más que el cura desde su púlpito, predicando abstinencia y castidad.
          Han vuelto. No sé si por postureo, como se dice ahora, o porque estamos sufriendo una extraña involución, que hace que, como antaño, se corten las calles, se pongan todos los medios al alcance de cofrades de todo tipo y pelaje para que hagan de su capa un sayo en cualquier ciudad, interfiriendo en la vida normal, en la de la gente que, respetando su libertad religiosa, también pide un poco de lo mismo.
          Habrá quien sienta y viva con toda religiosidad estos días. No lo dudo. Pero he tenido la sensación de estar asistiendo a una inmensa representación, a un espectáculo organizado por quienes mandan, en el que nos han dado, sin pedirla, butaca de palco a los demás.
          E irremediablemente me he acordado de la Historia Sagrada de ni niñez. De los fariseos, los que, en apariencia, constituían el grupo más observador de las prescripciones de la ley. Aparecían como justos y daban impresión de una religiosidad seria. Sólo la impresión. Muchos alardes de religiosidad, de recogimiento, porque es lo que pita. O igual piensan que suman puntos por el número de procesiones a las que asisten, de misas que presiden o de prebendas que entregan a los obispos. Por cierto, que Cristo llamó a los fariseos “sepulcros blanqueados”, aludiendo al exterior impecable y al interior negro y retorcido.
           Miedo me da pensar en la próxima Semana Santa, porque hemos resucitado todo lo peor de las anteriores, la prepotencia, la caspa, los alardes exacerbados de religiosidad, la intolerancia hacia los que no comulgan con lo mismo, la acelerada marcha hacia la defunción del Estado aconfesional, el envalentonamiento de la Iglesia Católica, que no ha pasado por las urnas, que yo sepa…
          Cuando llegó un sacerdote a Macondo, reclamando dinero para la construcción de un templo, las gentes del lugar le replicaron que “durante muchos años habían estado sin cura, arreglando los negocios del alma directamente con Dios, y habían perdido la malicia del pecado mortal”  Ahora vivimos su resurrección. Y encima, hay tele.

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