Se cuenta que durante el mandato del
emperador Vespasiano (69-79 d.C.) se estableció en Roma un gravamen sobre los
orines (para que veáis que en materia de impuestos ya está todo inventado) que,
vertidos en la “cloaca máxima”, eran utilizados por artesanos
-curtidores, lavanderos, …- en sus manufacturas. La orina en la Antigua Roma
era muy apreciada por su alto contenido en amoniaco, que mezclado con agua
constituía un perfecto blanqueante. La “olorosa” peculiaridad de ese nuevo
tributo, mereció la reprobación del hijo del emperador, Tito, que criticaba que
el Estado se lucrara con algo tan, digamos poco fino.
Fue
entonces cuando Vespasiano, ofreciéndole unas monedas para comprobar su olor,
ciertamente inexistente, pronunció esa expresión-“pecunia non olet”, el dinero no huele, que ha pasado así
a la historia. El dinero es dinero, y vale lo que vale, venga de donde venga. Con
independencia de que su origen sea lícito o no.
Viene
esto a cuento de las furibundas críticas que ha recibido la donación de 320 millones de euros por parte de Amancio
Ortega, el multimillonario dueño de Inditex, para que hospitales públicos de
toda España puedan comprar más de 290 equipos de última generación para el
diagnóstico y tratamiento radioterápico del cáncer. La mayor donación conocida
hasta el momento. Y a partir de aquí, se admite todo.
Vale que esa cantidad, que nos parece
estratosférica, representa tan sólo el 0,4 de su fortuna. Que le supone lo que
a cualquier españolito común desprenderse de un par de euros, y mucho menos,
proporcionalmente, claro, de lo que cuesta en muchos hogares el recibo de la
solidaridad con Cruz Roja, Médicos sin Fronteras o Unicef. Vale que
probablemente, como apuntan algunos, sin la correspondiente ingeniería fiscal,
que las grandes empresas se saben al dedillo, pagaría en impuestos una cantidad
mucho mayor que la cedida ahora generosamente.
O que vaya a tener importantes deducciones fiscales
por la donación. O que le sirva para hacerse publicidad, que yo le recomendaría
revisar los textos sagrados: “Por tanto, cuando hagas limosna, no lo vayas
trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las
calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya
reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano
izquierda lo que hace tu derecha” (Mateo 6.2-3). Pero el ser humano es
vanidoso.
Y con todo lo dicho, el dinero, este dinero, no
huele. Seguro que a los miles de beneficiarios de esos equipos punteros de
tecnología que van a permitir detectar un cáncer cuando aún estemos a tiempo de
curarlo, no les importa demasiado quien ha pagado la maquinita, quien les ha
regalado uno, cinco o diez años de vida.
Huele
mucho peor, apesta, lo que se están llevando las mil y una tramas corruptas con
las que llevamos años conviviendo; el dinero que roban del erario público, de
nuestros impuestos, los desaprensivos que acumulan cuentan en Suiza, fortunas
imposibles de hacer en cuatro días y partiendo de cero, sobrecostes en obras
que pagamos todos, coches o yates de lujo…
Ese
dinero huele a podrido.
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