Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

miércoles, 1 de febrero de 2017

Desde Macondo. UN MUNDO DE NÚMEROS

Nunca he podido decir eso de “bueno, me defiendo con los números”. Soy de Letras. Sin paliativos. Toda mi vida he andado a vueltas con las multiplicaciones, las divisiones, y no digamos nada de las raíces cuadradas y otras aviesas y malvadas operaciones matemáticas que jamás supe hacer medianamente bien y que aprendí de memoria para ir salvando exámenes obligatorios. Y alcancé algo parecido a la felicidad cuando, mediada la educación secundaria, escuché el ansiado:¿Ciencias o Letras?
          Desde ese momento, y hasta hora, mis encuentros con los números han sido llevaderos y ocasionales. Ahora son insoportables y constantes. La vida no es un frenesí, ni una farsa, ni una ficción. Todo en la vida es número y los números se han merendado el alfabeto.
          Somos números en la lista del paro o en la de cotizantes; números recortables o menguantes en la Sanidad o la Educación, y “sumandos” en las de impuestos. Somos números “primos” al contabilizar esos votos que nos encadenan por cuatro años (nada menos), en el Producto Interior Bruto, en el índice de pobreza, en los euros por habitante de la deuda pública, en las previsiones de desempleo, en el aumento de la inflación subyacente o la interanual, en el cálculo de las pensiones, en el precio de la salud, en el gasto de la enfermedad, en los años que vivimos y que cuentan para las pensiones…
          Aún no hemos llegado a eso de que nos llamen por el número, como a los prisioneros en la cárcel o a los humanoides de las películas galácticas, pero todo se andará. Cualquier día descubriremos en nuestro buzón una carta dirigida al contribuyente 456.721, o al pensionista X-9.555.213. Así, sin letras, porque se van desdibujando lentamente a favor de las cifras.
          Los números cuentan a la hora de poner la lavadora o encender el radiador que caliente nuestros maltrechos huesos, que hay que calcular a cuánto está el megawatio a ciertas horas; y al poner el puchero, que los calabacines han subido un 200 por cien. No nos saben igual. No nos reconforta el plato de sopa, porque tiene el sabor metálico y amargo de los números.
          Este sistema perverso está abandonando la calidez de las palabras en provecho de la frialdad de los números, cambiando las definiciones por cantidades. El calor de hogar se llama doscientos, la aspirina copagada, 6, la berenjena 3, y no sé cómo llamar al tomate, a la gasolina, a la botella de butano. Una abultada cifra seguida de un símbolo. Euros, claro. Y el abuelo no es abuelo, es la cuantía de su pensión. Y la justicia social o la igualdad son números en negativo, con el menos delante, y los niños con hambre, los muertos del mediterráneo, los refugiados ateridos, no tienen nombre, son una cifra monstruosa.
          Hay que volver a las palabras. Es necesario y es urgente. Como en Macondo, cuando sucedió la peste del olvido, debemos apresurarnos a etiquetar todas las cosas para que no se pierdan sus nombres, engullidos por una montaña de números.
          No hay guarismo cuya belleza pueda igualarse a los términos justicia, o igualdad, o amor, o conciencia, o solidaridad. Y no podemos permitir que los números acaben invadiendo nuestro mundo.

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