Pasé mis primeros años de escolarización
en un colegio de monjas. Hasta que llegó el momento de ir al Instituto, momento
que viví como una liberación. Como casi todas las niñas de mi edad. O más, que
no veía el momento de irme, para poner distancia entre la “llamada” y yo. Para
no escucharla, si se producía.
Es extraño cómo se fijan algunas cosas
en la memoria, y regresan con cualquier excusa. He leído en estos días que cada
mes desaparece al menos un convento o monasterio en España. En los últimos dos
años, se han cerrado 341 casas de religiosos, la mayor parte de monjas, aunque
también de frailes. La escasez de vocaciones y la elevada edad de sus
moradores, tienen mucho que ver. Y la cosa sigue, porque al parecer, dos
tercios de los 800 monasterios existentes aún en nuestro país están en una
situación que podría abocar a su cierre. Y eso que en los últimos años se están
«importando» monjas de otros
continentes, especialmente de África, Asia e Hispanoamérica.
Y me he acordado de la “llamada”. Me
explico. En mi colegio, y entre poco más de una docena de monjas, había una que
destacaba. Era del Norte. Más delicada y refinada que sus hermanas de
Congregación, y la rumorología apuntaba a que era de familia bien, rica de
cuna, y que incluso había tenido un novio antes de tomar los hábitos. Mi
naturaleza curiosa y la desvergüenza de los pocos años me llevó un día a
preguntarle, de sopetón, porqué había decidido enterrarse en un colegio en el
corazón de la Mancha, lejos del mar y los lujos a los que estaba acostumbrada.
En mala hora le pregunté, porque la
respuesta me obsesionó durante años. Había recibido la “llamada” de Dios, y
ante eso, no se podía hacer nada. Yo no quería ser monja ni por asomo, y me
aterrorizaba la sola idea de que pudieran llamarme. Ahora sonrío al pensarlo,
pero recuerdo haber comentado mi preocupación con mi madre, que no me hizo
demasiado caso, y con mis amigas, que lo olvidaron al instante. La monja de la
historia tuvo la suerte o la desgracia de que la llamaran dos veces, porque
abandonó el colegio para irse a las Misiones. A Madagascar, creo.
Los tiempos mandan, y alguien debe
haberse cansado de llamar. O de que no se le escuche. Dicen que ya no hay
donaciones, que tampoco bastan las tradicionales y tareas que se hacían entre
rezo y rezo, pasteles y esas cosas. Unos pocos han entendido que las cosas han
cambiado, y se han reconvertido en hospederías, en lugares turísticos en los
que disfrutar de los enclaves privilegiados, la singular arquitectura y la
tranquilidad que siempre ha caracterizado a conventos y monasterios.
Pero en la mayoría ya no hay ruido.
Nadie llama.
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