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miércoles, 15 de febrero de 2017

Desde Macondo. LA LLAMADA

Pasé mis primeros años de escolarización en un colegio de monjas. Hasta que llegó el momento de ir al Instituto, momento que viví como una liberación. Como casi todas las niñas de mi edad. O más, que no veía el momento de irme, para poner distancia entre la “llamada” y yo. Para no escucharla, si se producía.
          Es extraño cómo se fijan algunas cosas en la memoria, y regresan con cualquier excusa. He leído en estos días que cada mes desaparece al menos un convento o monasterio en España. En los últimos dos años, se han cerrado 341 casas de religiosos, la mayor parte de monjas, aunque también de frailes. La escasez de vocaciones y la elevada edad de sus moradores, tienen mucho que ver. Y la cosa sigue, porque al parecer, dos tercios de los 800 monasterios existentes aún en nuestro país están en una situación que podría abocar a su cierre. Y eso que en los últimos años se están «importando» monjas de otros continentes, especialmente de África, Asia e Hispanoamérica.
          Y me he acordado de la “llamada”. Me explico. En mi colegio, y entre poco más de una docena de monjas, había una que destacaba. Era del Norte. Más delicada y refinada que sus hermanas de Congregación, y la rumorología apuntaba a que era de familia bien, rica de cuna, y que incluso había tenido un novio antes de tomar los hábitos. Mi naturaleza curiosa y la desvergüenza de los pocos años me llevó un día a preguntarle, de sopetón, porqué había decidido enterrarse en un colegio en el corazón de la Mancha, lejos del mar y los lujos a los que estaba acostumbrada.
          En mala hora le pregunté, porque la respuesta me obsesionó durante años. Había recibido la “llamada” de Dios, y ante eso, no se podía hacer nada. Yo no quería ser monja ni por asomo, y me aterrorizaba la sola idea de que pudieran llamarme. Ahora sonrío al pensarlo, pero recuerdo haber comentado mi preocupación con mi madre, que no me hizo demasiado caso, y con mis amigas, que lo olvidaron al instante. La monja de la historia tuvo la suerte o la desgracia de que la llamaran dos veces, porque abandonó el colegio para irse a las Misiones. A Madagascar, creo.
          Los tiempos mandan, y alguien debe haberse cansado de llamar. O de que no se le escuche. Dicen que ya no hay donaciones, que tampoco bastan las tradicionales y tareas que se hacían entre rezo y rezo, pasteles y esas cosas. Unos pocos han entendido que las cosas han cambiado, y se han reconvertido en hospederías, en lugares turísticos en los que disfrutar de los enclaves privilegiados, la singular arquitectura y la tranquilidad que siempre ha caracterizado a conventos y monasterios.
          Pero en la mayoría ya no hay ruido. Nadie llama.

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