Ya nadie hace álbumes de
verano, de esos que languidecen en la parte más alta de la estantería y que,
alguna aburrida tarde de otoño, cuando toca limpiar el polvo, o no hay nada
mejor que hacer, nos devuelven por unas horas a Macondo, o a ese primer viaje
con amigos, a aquella playa tropical, al descubrimiento de los desiertos, a las
caras tersas de los que hoy peinan canas, a los recuerdos de cuando éramos tan
jóvenes.
Los álbumes de fotos son
como la casa de los Buendía, escenario propicio para el deambular de espectros.
Entierran ilusiones, y alucinaciones, realidades y quimeras y, vistos desde el
hoy, recuerdan que, a menudo, cualquiera tiempo pasado fue mejor. Son la vida
irreal, porque sólo responden a una parte del año, las vacaciones, ocultando el
resto del año que, probablemente, no fuera tan idílico.
Me siguen gustando las
fotos, aunque no sea lo mismo encerrarlas en un frío disco o en un pendrive,
fuera del amoroso calor del papel, del álbum elegido primorosamente, y colocado
por fechas en un estante. Nada que ver sentarse con la manta en las rodillas a
pasar las páginas de los mejores momentos de tu vida.
Y, en cualquier caso, los
veranos ya no son iguales. O soy yo la diferente. Hace demasiado tiempo que no
puedo imaginarme estampas de vacaciones como las de antes. Sin preocupaciones,
desconectada. Oigo a los analistas financieros decir que la prima
está relajada, y me la imagino en bikini, sentada en la tumbona con grandes
gafas de sol mientras los inversoritos y las bolsitas hacen castillos en la
arena, vigilados desde el chiringuito por los mercados, que toman cerveza y
comen pinchos de tortilla. Como para guardar las fotos.
En la ciudad, somnolienta y fascinante
en la soledad de agosto, las cosas tampoco son iguales. Si hasta el Congreso
está abierto… Las conversaciones, de invierno o de cualquier otra época del
año. No de vacaciones. Elecciones, presupuestos, corrupciones varias,
preocupaciones…
Nada que poner en el álbum. Nada que
queramos recordar, andando el tiempo, en una melancólica tarde otoñal,
intentando escapar de la realidad, de viajar a lo imposible y lo imaginario, de
poner tierra de por medio, y no sólo tierra física.
Afortunadamente queda Macondo,
con su tiempo eterno, sus repentinas y prolongadas lluvias, sus diluvios, sus epidemias
de insomnio, sus extraños nacimientos de niños con cola de cerdo, sus
personajes solos, sus sagas interminables... Su magia. Un álbum muy distinto a
los que podríamos hacer por estos lares, tan reales, tan ciertos, tan
previsibles que agobian.
Y que no merecen un sitio en nuestra
estantería. Ni en nuestros veranos.
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