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jueves, 12 de septiembre de 2013

Desde Macondo. SIENTE UN POBRE A SU MESA

O a un universitario, que no sólo de pan vive el hombre; el espíritu también necesita alimento. Y los tiempos han cambiado desde que Berlanga, inspirado por la campaña franquista de ser caritativo en navidades, nos regalara su irrepetible Plácido.
           No sé quién o qué habrá inspirado a la presidenta de los rectores universitarios para lanzar la idea de apadrinar a un estudiante pobre. No me cabe duda de que lo ha hecho con la mejor intención, probablemente desde la triste certeza de que muchos talentos pueden quedarse por el camino por falta de medios. Pero se ha equivocado. En tiempos de Plácido no había Constitución que garantizase la educación pública y universal. Estudiaban y comían los ricos y los que recogían las migajas de caridad que les lanzaban por debajo de la mesa.
           Es el Estado quien debe sentar a su mesa, a la mesa común, a todos los hambrientos de pan y libros, que diría Lorca, y nadie puede justificar, con padrinazgos y caridades, su dejación de funciones. No queremos una España caritativa, vertical, de arriba abajo, sino solidaria, horizontal. Entre iguales. Sin humillaciones gratuitas, sin que nadie nos arroje un hueso que roer para engañar el hambre.
           Dicen los entendidos que se inicia el curso escolar más caro desde la llegada de la democracia. Y no sólo en la Universidad. Con becas recortadas, libros caros, transportes escolares suprimidos, comedores cerrados o inalcanzables, la Educación necesita mucho más que padrinos. Los que ya peinamos canas, y tuvimos el privilegio de estudiar una carrera, tenemos aún fresca la memoria de aquella compañera tan lista que tuvo que ponerse a servir, o el chico espabilado, primero de la clase, al que le esperaban las duras tareas agrícolas al acabar la educación básica, si es que tenía la suerte de terminar.
           Y de aquel otro, al que el cura envió al seminario, porque prometía. O la ahijada de la señora, que hizo magisterio pagado por la jefa de sus padres. Muy feudal, pero muy real. Lo juro.
           Tan real como los miles de hijos de campesinos, camareros, albañiles o ministros que en las últimas décadas se han convertido en ingenieros, médicos, abogados o profesores. Con dificultades, probablemente, pero sin caridades. Con esfuerzo, pero con derecho.
           En Macondo, al principio, todas las casas y todas las familias eran iguales. Sin clases. Y aún cuando los Buendía se erigieron en guías espirituales de la aldea, su sentido de la hospitalidad, para acoger por igual a vivos y muertos, no dejaba ningún resquicio a la caridad mal entendida. Fueron añadiendo habitaciones, y hasta comprando 72 bacinillas-para 68 jóvenes y 4 monjas- con total naturalidad. Como parte de su responsabilidad
           Sin mecenazgos ni patrocinios.

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