O a un universitario,
que no sólo de pan vive el hombre; el espíritu también necesita alimento. Y los
tiempos han cambiado desde que Berlanga, inspirado por la campaña franquista de
ser caritativo en navidades, nos regalara su irrepetible Plácido.
No sé quién o qué habrá
inspirado a la presidenta de los rectores universitarios para lanzar la idea de
apadrinar a un estudiante pobre. No me cabe duda de que lo ha hecho con la
mejor intención, probablemente desde la triste certeza de que muchos talentos
pueden quedarse por el camino por falta de medios. Pero se ha equivocado. En
tiempos de Plácido no había Constitución que garantizase la educación pública y
universal. Estudiaban y comían los ricos y los que recogían las migajas de
caridad que les lanzaban por debajo de la mesa.
Es el Estado quien debe
sentar a su mesa, a la mesa común, a todos los hambrientos de pan y libros, que
diría Lorca, y nadie puede justificar, con padrinazgos y caridades, su dejación
de funciones. No queremos una España caritativa, vertical, de arriba abajo,
sino solidaria, horizontal. Entre iguales. Sin humillaciones gratuitas, sin que
nadie nos arroje un hueso que roer para engañar el hambre.
Dicen los entendidos
que se inicia el curso escolar más caro desde la llegada de la democracia. Y no
sólo en la Universidad. Con becas recortadas, libros caros, transportes
escolares suprimidos, comedores cerrados o inalcanzables, la Educación necesita
mucho más que padrinos. Los que ya peinamos canas, y tuvimos el privilegio de
estudiar una carrera, tenemos aún fresca la memoria de aquella compañera tan lista
que tuvo que ponerse a servir, o el chico espabilado, primero de la clase, al
que le esperaban las duras tareas agrícolas al acabar la educación básica, si
es que tenía la suerte de terminar.
Y de aquel otro, al que
el cura envió al seminario, porque prometía. O la ahijada de la señora, que
hizo magisterio pagado por la jefa de sus padres. Muy feudal, pero muy real. Lo
juro.
Tan real como los miles
de hijos de campesinos, camareros, albañiles o ministros que en las últimas
décadas se han convertido en ingenieros, médicos, abogados o profesores. Con
dificultades, probablemente, pero sin caridades. Con esfuerzo, pero con
derecho.
En Macondo, al
principio, todas las casas y todas las familias eran iguales. Sin clases. Y aún
cuando los Buendía se erigieron en guías espirituales de la aldea, su sentido
de la hospitalidad, para acoger por igual a vivos y muertos, no dejaba ningún
resquicio a la caridad mal entendida. Fueron añadiendo habitaciones, y hasta
comprando 72 bacinillas-para 68 jóvenes y 4 monjas- con total naturalidad. Como
parte de su responsabilidad
Sin mecenazgos ni
patrocinios.
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