Dos nombres, José
Arcadio y Aureliano, se repiten sin cesar, generación tras generación, en Cien
Años de Soledad. Todos los padres y los hijos, todas vidas, todas las miserias,
las guerras, los inventos, las pasiones, los miedos, se reducen a dos nombres y
sus titulares, repiten incansablemente las características de sus antecesores.
Los Arcadios son impulsivos y autoritarios, los Aurelianos, tímidos y
retraídos. Y así estuvo dividido Macondo durante un siglo. Hasta el diluvio.
Ahora, que está
lloviendo a mares, me viene a la cabeza otra división, la que hace Eduardo
Galeano cuando dice que el mundo, nuestro mundo, se divide sobre todo en
indignos e indignados. Y no hay mucho más que decir. Si acaso que,
desafortunadamente, el reparto no es equitativo y que, como en la estirpe de
los Buendía, unos alzan la voz y otros se indignan en silencio.
Tal vez siempre haya
sido así, y el resto, sólo sean paréntesis. Siempre ha habido ricos y pobres,
señores feudales y siervos, amos y criados, opresores y oprimidos…
Pero venimos de un
paréntesis, creíamos haber dejado a uno y otro lado del signo ortográfico la
desigualdad salvaje, la avaricia sin medida, la falta de empatía, las
humillaciones, el miedo, el hambre, la enfermedad sin cura, los silencios y la
resignación.
Llegamos a creer que
había muchos nombres, cada uno con sus particularidades, con sus libertades y
sus servidumbres. Con sus oportunidades. Y en un abrir y cerrar de ojos hemos
vuelto a la dualidad de siempre. Unos pueden estudiar, otros no. Unos comen
varias, otros rebuscan en los contenedores. Aquellos tienen casa, éstos, el
cielo como techo. Unos miran a lo lejos, al horizonte amplio y luminoso; otros,
pisan con cuidado el suelo que amenaza con derrumbarse bajo sus pies.
Los indignos (llámense
poderes financieros o económicos, o Gobiernos que los amparan) permiten que
decenas de millones de indignados hayan perdido hasta la voz, hasta el orgullo
de clase oprimida, que es lo que permite levantarse y andar. Han hecho del
mundo un compartimento estanco donde no caben las diversidades. Sólo ellos y el
silencio.
Las mareas de colores
no traspasan los muros de separación. Demasiado gruesos para que lleguen las
voces y los lamentos. Los gritos de indignación. Y poco a poco, la brecha es
más profunda. Se van perdiendo los nombres y los adjetivos calificativos.
Sólo quedan indignos e
indignados. Y la sensación de que debemos renombrarnos, que tenemos que
inventar un espacio diferente, nuevo, como el Macondo primero, cuando el mundo
era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas
había que señalarlas con el dedo.
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