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jueves, 19 de septiembre de 2013

Desde Macondo. INDIGNOS E INDIGNADOS

Dos nombres, José Arcadio y Aureliano, se repiten sin cesar, generación tras generación, en Cien Años de Soledad. Todos los padres y los hijos, todas vidas, todas las miserias, las guerras, los inventos, las pasiones, los miedos, se reducen a dos nombres y sus titulares, repiten incansablemente las características de sus antecesores. Los Arcadios son impulsivos y autoritarios, los Aurelianos, tímidos y retraídos. Y así estuvo dividido Macondo durante un siglo. Hasta el diluvio.
           Ahora, que está lloviendo a mares, me viene a la cabeza otra división, la que hace Eduardo Galeano cuando dice que el mundo, nuestro mundo, se divide sobre todo en indignos e indignados. Y no hay mucho más que decir. Si acaso que, desafortunadamente, el reparto no es equitativo y que, como en la estirpe de los Buendía, unos alzan la voz y otros se indignan en silencio.
           Tal vez siempre haya sido así, y el resto, sólo sean paréntesis. Siempre ha habido ricos y pobres, señores feudales y siervos, amos y criados, opresores y oprimidos…
           Pero venimos de un paréntesis, creíamos haber dejado a uno y otro lado del signo ortográfico la desigualdad salvaje, la avaricia sin medida, la falta de empatía, las humillaciones, el miedo, el hambre, la enfermedad sin cura, los silencios y la resignación.
           Llegamos a creer que había muchos nombres, cada uno con sus particularidades, con sus libertades y sus servidumbres. Con sus oportunidades. Y en un abrir y cerrar de ojos hemos vuelto a la dualidad de siempre. Unos pueden estudiar, otros no. Unos comen varias, otros rebuscan en los contenedores. Aquellos tienen casa, éstos, el cielo como techo. Unos miran a lo lejos, al horizonte amplio y luminoso; otros, pisan con cuidado el suelo que amenaza con derrumbarse bajo sus pies.
           Los indignos (llámense poderes financieros o económicos, o Gobiernos que los amparan) permiten que decenas de millones de indignados hayan perdido hasta la voz, hasta el orgullo de clase oprimida, que es lo que permite levantarse y andar. Han hecho del mundo un compartimento estanco donde no caben las diversidades. Sólo ellos y el silencio.
           Las mareas de colores no traspasan los muros de separación. Demasiado gruesos para que lleguen las voces y los lamentos. Los gritos de indignación. Y poco a poco, la brecha es más profunda. Se van perdiendo los nombres y los adjetivos calificativos.
           Sólo quedan indignos e indignados. Y la sensación de que debemos renombrarnos, que tenemos que inventar un espacio diferente, nuevo, como el Macondo primero, cuando el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

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