Será porque soy muy friolera, porque soy
la primera que se pone los calcetines y la última que se los quita, la que
aparca el edredón apenas un par de meses al año, y la que jamás le perdonará a
la cigüeña que me dejara por estos lares, en lugar de en algún país tropical,
caribeño o, como mínimo, en Canarias.
Tengo grabado a fuego en la memoria,
caprichosa y selectiva, pero siempre vigilante para que no olvidemos lo
esencial, la imagen de Mariuca la Castañera, protagonista de uno de esos
cuentos infantiles troquelados que se colaban entre Caperucita y el Patito Feo,
entre princesas y ogros, para irnos introduciendo, ya desde la más tierna
infancia, en la cruda realidad. Mariuca, helada de frío, vendía castañas para
lucro de una cruel madrasta, pero repartía su mercancía entre los mendigos,
hambrientos y ateridos que se acercaban al fogón para calentarse. Logicamente,
la compasiva niña recibía su castigo por ser buena, que en eso las cosas han
cambiado poco, a pesar de que mi niñez sea ya prehistoria.
Sea por ese y otros cuentos, por mi
infancia en un caserón imposible de calentar o por alguna otra razón que se me
escapa, soy especialmente sensible a las noticias del frío. Que son muchas y
ninguna buena.
Ya casi nos hemos acostumbrado, llegando
estas fechas, a los titulares, siempre pequeños y en una columnita, que nos
cuentan las muertes de personas intoxicadas por un brasero, de las que han
perecido intentando calentar sus huesos y su vida quemando cualquier cosa
susceptible de arder por unos minutos. De los que se han dormido al amor de una
vieja estufa de gas que ha acabado por robarles el último aliento. De los que
han muerto en la calle, debajo de unos cartones, de puro frío.
Es el frío de los pobres, que decía
Neruda. Y también Juan Gelman. El frío que no sólo habita en los poemas, en los
libros de Dickens, con los pilluelos harapientos mirando los escaparates
exponiendo capas y gruesos abrigos o pegados a los cristales de las casas donde
arden alegres chimeneas. Porque el frío, además de congelar, desnuda la
pobreza. La deja al descubierto y con ella, nuestras vergüenzas.
Las imágenes
del frío de hoy no son las de un cuento infantil. Son las de miles de
refugiados soportando 20 grados bajo cero sin apenas ayuda humanitaria en
Grecia y Serbia. Son las colas enormes, larguísimas, de hombres, mujeres y
niños, envueltos en mantas y esperando bajo la nieve un plato de comida
caliente.
La ola de frío que tiene a media Europa congelada la están
sintiendo sobre todo en las islas griegas, en Lesbos, donde casi tres mil
personas viven en tiendas de campaña que se desploman por el peso de la nieve,
y en las que, para entrar en calor los refugiados queman madera y hacen hogueras,
intentando secar su ropa, sus colchonetas y sus mantas empapadas.
Vienen del horror de la guerra, del
fuego, y caen en el del hielo. Un puñado de voluntarios, de miembros de ONG’s
que conviven con sus toses, sus neumonías, su desconcierto y su desesperación,
se esfuerzan en contarlo, en difundir las noticias del frio que están ahí,
semiocultas por nuestras propias preocupaciones, por nuestras cosas.
Y que no consiguen traspasar los corazones helados.
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