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miércoles, 20 de marzo de 2013

Desde Macondo. ORO CASH

Cuando no pudo seguir peleando, el coronel Aureliano Buendía, decidió hacer pececitos de oro. Los fundía después de terminados, para después hacerlos de nuevo. Era su manera de matar el tiempo mientras esperaba a ver pasar su entierro.
         En los últimos tiempos, ya lo habrán advertido ustedes, han surgido como setas las tiendas de “Compro Oro”, o de “Oro Cash”, en su versión más internacional. Todas con fachadas amarillas y negras, simbolizando Dios sabe qué. Donde antes había un pequeño comercio o una inmobiliaria antes de pincharse la burbuja, ahora hay uno de estos negocios al que recurren ciudadanos que se ven obligados a desembarazarse de anillos, gargantillas o pulseras "para poder salvar el mes".
         No sé cuanto oro tiene la gente. Sé el que tengo yo, y que es nada, aparte de algún pendiente desparejado o un par de pequeños colgantes regalo de alguien que me quería bien pero no lo suficiente para obsequiarme con una de esas pesadas cadenas o una pulsera de siete aros, un “semanario” se llamaba en mis tiempos.
         El negocio debe ser rentable. Supongo que el precio del oro será bueno, y que quien se haya hecho con una de estas franquicias habrá hecho el agosto en estos tiempos de crisis. Pero no puedo evitar, sentimental como soy, escudriñar en las caras de quienes entran y salen de un “Oro Cash”. No puedo evitar pensar que en esa bolsa de plástico llevan esas cosas que conforman su pequeña historia, la esclava de recién nacido, regalo de la abuela, la medalla de la Comunión, con la virgen de turno; la pulsera de pedida, los pendientes que te dejó esa tía soltera, el “sello” de la graduación, el anillo de boda de tus padres o, simplemente, ese colgante que compraste en un viaje exótico para tener un recuerdo de por vida.
         Soy de bisutería, de plata, como mucho y, aún así, me costaría mucho desprenderme de algunas cosas por las que no me darían ni un euro si las llevara al siniestro establecimiento de la esquina. No sé cuántas lágrimas vale un gramo de oro, pero intuyo que muchas, porque detrás de cada joya, pequeña o grande, deben esconderse muchas tristezas. Por más que estrafalarios personajes, hombres-anuncio vestidos como el mago Merlín, nos conminen a deshacernos de esas “antiguallas” que ya no usamos.
        Quien sabe si, una vez convenientemente fundida, una parte de nuestra vida pase a convertirse en lingote atrincherado en la caja fuerte de algún poderoso.
        Supongo que esta burbuja, la del oro, también pinchará pero entre los muros de cada establecimiento se habrán quedado encerradas las angustias de mucha gente que sabe que de los recuerdos no se come, ni se paga la luz, ni el alquiler.
 

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