O por obligación, que unos días pienso
una cosa y otros, la contraria. Recuerdo cómo me escandalicé hace muchos años,
en una remota región de los Andes peruanos, y en plena campaña electoral, por
cierto, al conocer que el voto era obligatorio. Que si no bajabas de tu perdida
aldea, a pie, entre barro y piedras y a veces con tres o cuatro horas de
camino, para depositar tu voto en la urna, además de una multa (que nadie podía
pagar en plena economía de subsistencia), perdías “derechos civiles”. Es decir,
no podías coger el transporte público, ni acceder a ayudas ni contar con la
mínima asistencia para vivir o morirte.
Era joven y defendía con uñas y dientes
que la libertad constituía la base de la democracia. La libertad de elegir o de
no hacerlo. Y lo entendía más aún en una zona con un noventa y muchos por
ciento de analfabetos y cien por cien de quechua-hablantes, que ni sabían leer
los carteles electorales en el más pulcro castellano.
Han cambiado los tiempos, y, obviamente,
yo también. Me consta que quedan dos docenas de países en el mundo que
mantienen el voto obligatorio, entre ellos, alguno tan “civilizado” como
Bélgica, o Australia, o Grecia, además de varios latinoamericanos o de otros,
como Líbano, en el que sólo los hombres tienen que ir a las urnas sí o sí.
Y con el cambio, me preocupa más el
abstencionismo que la fórmula para elegir representantes. No me vale un cien
por cien de participación cuando no tienes más narices que participar, pero me
vale mucho menos un 47 por ciento, incluso menos, cuando cuentas con la posibilidad
de elegir. Y no voy a ser yo la que analice-que hay mucho politólogo suelto-las
causas de esta progresiva desafección por la política, del alejamiento de la
gente, especialmente, pero no exclusivamente, de los jóvenes, de la actualidad,
de la realidad en la que, quieran o no, deben moverse hoy y en el futuro.
Con todos los respetos a quienes votan
en blanco, o no lo hacen porque no encuentran una opción que responda a sus
intereses, el peor abstencionista es el que dice que no le interesa la
política, el que no sabe qué política es ir a la universidad, o al médico, o
poder llevar al niño a la guardería o tener quien atienda a la abuela mientras
trabajas. O tener las mismas oportunidades de acceso a puestos de trabajo,
cobrar lo mismo por el mismo esfuerzo, amar a quien quieras sin esconderte o tener
derecho a soñar con un futuro mejor.
No puedo respetar, ni quiero hacerlo, a
los que se justifican diciendo que todos son iguales, entre otras cosas, porque
la mayoría ni se habrán leído el programa, ni a los que no dedican ni un
segundo a pensar cómo puede influir su decisión de no votar en la vida de sus
hijos, de sus padres, de sus vecinos.
A quienes ni se plantean buscarse en el
censo electoral, porque lo consideran una pérdida de tiempo y a todos aquellos
para los que el 28 de abril y el 26 de mayo sólo son dos domingos de primavera
en el calendario.
También en Macondo hubo elecciones. Allí
sólo había conservadores o liberales. Para don Apolinar Moscote, miembro
efectivo del partido conservador, los liberales “eran masones; gente de mala
índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y
el divorcio. Los conservadores, en
cambio, “eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad, el
orden público y la moral familiar y no
estaban dispuestos a permitir que el país fuera descuartizado en entidades
autónomas”. Una única urna situada en
el medio de la plaza, donde se depositaban las papeletas azules o rojas, y
todos votando, aunque un viejo y agotado coronel Aureliano Buendía termina
constatando que “la única diferencia
actual entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de
cinco y los conservadores van a misa de ocho" .
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