Por
eso me ha llamado poderosamente la atención conocer que ya hemos admitido, lo
ha dicho la FUNDEU, la Fundación del Español Urgente a la que tanto acudo, el
término “sinhogarismo” como neologismo válido. Fenómeno social que afecta
a las personas sin hogar. Y hasta le han puesto “día de…”. El 7 de diciembre, que por cierto es mi
cumpleaños, se celebra en medio centenar
de ciudades del mundo, también en alguna española, el día, y la noche, de las
personas que viven en la calle.
La
intención es buena, por supuesto. Se trata de visibilizar a los que no tienen
un castillo, por mínimo que sea, al que retirarse al final del día; una puerta
que cerrar a tus espaldas, un armario, unos cajones en los que guardar lo poco
o mucho que tengas, un espejo ante el que llorar o hacer muecas antes de
enfrentarte al día, o de darlo por terminado.
No
hay acuerdo en las cifras, que no es tarea fácil ir calle por calle mirando
bajo los cartones, o en los bancos del parque o en los más recogiditos cajeros
automáticos. En España, se habla de entre 30.000 y 40.000 personas, según
escuchemos al INE o a Cáritas.
No
es tan fácil como hacer cálculos de niveles de pobreza, porque hablamos de
personas que no están empadronadas, por no tener domicilio en el que hacerlo;
que por tanto tienen difícil acceso a los servicios sociales y a otros derechos
ciudadanos, el voto, por ejemplo; que se mueven de una a otra ciudad, buscando
los dos o tres días que les permiten dormir en albergues de caridad. Y en buena
parte dependen del alcohol para mantenerse vivos.
Mientras,
escuchamos lo carísimos que son los alquileres, lo difícil que es, con trabajo
y sueldo, encontrar un techo, a veces poco digno, y a varias horas de transporte
público de nuestro lugar deseado. Pero nuestro castillo, al fin y al cabo.
He
leído que la supermodernísima Finlandia, creo que Noruega también, han reducido
drásticamente el número de personas sin hogar. La fórmula no es difícil. Han
dado vivienda a los necesitados para que, ya con un techo sobre su cabeza,
busquen un trabajo o comiencen a estudiar o a aprender un oficio, con el
compromiso de dar al Estado, en adelante, el 30 por ciento de su sueldo cuando
lo tengan.
Claro
que para eso hacen falta viviendas sociales y compromisos firmes de los
gobiernos. Y conciencia social.
Mientras
escribo, las paredes de mi casa se han separado. El techo se ha elevado y el
pasillo es mucho más largo. Las ventanas son ventanales, y la moribunda maceta
se me antoja un enorme jardín. Mis sesenta metros son un auténtico castillo. De
eso se trata.
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