Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

domingo, 30 de diciembre de 2018

SÓLO PROSPERIDAD


Seguro que no son muchos, más bien ninguno, los que en estas fechas os hayan deseado prosperidad. Sólo eso. Con tanto “meme”, “gif” vídeos virales y frases hechas varias, enmarcadas en botellas de champán, serpentinas, gorritos y demás que invaden nuestros teléfonos y correos electrónicos en estas fechas, me siento viejuna y trasnochada expresando el deseo de toda la vida para lo que se nos avecina. Próspero Año Nuevo.
Sin más. Sin bromitas más o menos afortunadas o divertidas. Claro que podemos pedir una pareja, o un divorcio, o un chalé o uno de esos carísimos coches que llevan los deportistas famosos. Supongo que eso también es desear prosperidad, que al fin y al cabo el diccionario de la Real Academia (que espero me acompañe también en el año nuevo como en todos desde que tengo memoria), define próspero con sólo dos acepciones: Dicho de una cosa: “Favorable, propicia, venturosa”. Y dicho de una persona, “que tiene éxito económico”.
Ya lo hemos jodido. Con lo bien que íbamos, y resulta que nos vuelven a lo de siempre, al dinero. Que nos recuerdan que la prosperidad pasa por los Mercados, por el IBEX, por el crecimiento del PIB del primer mundo (que los otros nos quedan lejos) y por liderar esa fastuosa recuperación que nos llevan vendiendo hace años, aunque aún no nos hayamos percatado de que ya está entre nosotros.
Sin desdeñar la segunda acepción del término “próspero”, que una es humana, come todos los días, cambia de abrigo de cuando en cuando y enciende la calefacción en esos interminables y húmedos días de niebla, me quedo con la primera parte. Favorable, propicio, venturoso…
Son mis deseos propios para un próspero 2019, pero también lo son para los míos y para toda la gente de bien. Cabe todo en tres adjetivos; cabe la paz, la igualdad tan lejana y casi inaccesible, la solidaridad, que casi ha desaparecido del diccionario oficial, y sólo permanece en pequeños textos individuales, en el corazón de cada cual y en los esfuerzos de ONG y asociaciones humanitarias que suplen los “olvidos” de los dirigentes. En la prosperidad que le pido al año nuevo entran las mujeres maltratadas y asesinadas que conforman una larga y penosa lista a finales en días de balance. Y también tienen un lugar los que no tienen trabajo, y  los que, trabajando, no llegan ni tan siquiera a mitad de mes.
Caben el diálogo y el entendimiento a todos los niveles, olvidados por el desuso, que ya nadie dice eso de que  hablando se entiende la gente. Cabemos todos, porque las personas tienen, tenemos, que ser lo primero. Las palabras deben sustituir al tintineo de las monedas;  los corazones deben volver a ocupar el lugar que les han usurpado las carteras, y los abrazos y los besos, a los emoticonos uniformes y monótonos. La risa debe sonar a castañuelas, no ser un monigote con la boca abierta. Y el llanto, sano y liberador a veces, no puede quedar  reducido a otro muñeco con ojos chorreantes.
No voy a hacer balance, por no acabar el año en rojo, en el peor color que se puede acabar cuando has perdido para siempre un ser querido y no te bastan del todo los recuerdos, al menos de momento, para llenar el hueco de la ausencia.
Con el puntapié en salva sea la parte al año que dejamos, al mundo convulso, al incierto panorama político en todas partes, a la ruptura del contrato social, tal y como lo concebíamos, mi único deseo es que todos creamos que un año mejor es posible. Y que luchemos por conseguirlo. Por salir del tiempo circular de Macondo y evitar la maldición de otros cien años de soledad.
Feliz y Próspero Año Nuevo.

jueves, 27 de diciembre de 2018

Desde Macondo. EL AÑO DE LA REFUNDACIÓN

Alguno tiene que ser, y no estaría mal que fuera el que nos aprestamos a comenzar, el 2019. No sé si es porque he cumplido un año más, por la proximidad de las elecciones, por las malas noticias que periódicamente llegan de  las cumbres del clima, o por otras cosas que, en el plano de lo personal, han removido mi espacio vital y lo han hecho un poco menos habitable. O quizá sea tan sólo por ese estado de ánimo que nos deja el final de algo, del año, en este caso, que ha puesto de manifiesto el lamentable estado del planeta que habitamos.
          El caso es que me ha dado por pensar que hay que refundar el mundo. Que este no nos vale, y que no tiene arreglo visible. Es más, va a peor. No me apetece nada seguir viendo una mala película en la que las imágenes son o planas o terribles, y la banda sonora la componen ruido de bombas, llantos y lamentos mezclados con el tintinear del dinero en bolsillos inaccesibles y mensajes que ponen los pelos de punta y nos remontan a un pasado infinitamente peor.
          Tiene que llegar la refundación  para que podamos pisar suelo firme, y para que del cielo vuelva a caer agua limpia y no lluvia ácida; para que el Mediterráneo vuelva a ser mar y no cementerio, para que corran los ríos y retorne el color verde a los montes quemados, para que la nieve no abandone las cumbres, su residencia habitual, la arena no deje el desierto, su casa, e invada terreno ajeno, y el sol caliente lo justo, sin incendiar la tierra.
          Tal vez, en un mundo nuevo, veamos las cosas de otra forma. Con otra luz, con un aire limpio, igual vemos más claros todos los males que hay que desterrar, la pobreza, la desigualdad, las guerras, las intransigencias, el creciente poder de los mercados y el poder asfixiante de los mercaderes, la tiranía de los dioses, se llamen como se llamen, que han olvidado conceptos como paz, solidaridad, generosidad, convivencia, justicia, amor…Los números, que han sustituido a las palabras, y los apuntes contables, que han acabado con la poesía.
          Hay que empezar de cero. Refundar el mundo como hizo el primer Buendía cuando fundó Macondo pensando de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazando las calles con tan buen sentido que ninguna vivienda recibía más sol que otra a la hora del calor. Y en pocos años, fue un pueblo ordenado y laborioso. Y hasta razonablemente feliz.
          Claro que luego llegó el diluvio, y hubo epidemias, y que la compañía bananera se marchó del pueblo, y los pájaros muertos caían del cielo. Y hubo guerras. Pero fue después de muchos años de soledad. Los años que estamos viviendo.
          Ha sido bonito mientras lo escribía. Habrá elecciones, y seguiremos discutiendo sobre el calentamiento del planeta, no acabará la guerra en Siria y el Mare Nostrum seguirá siendo última morada de centenares de refugiados que también buscan otro mundo; y habrá ricos más ricos y pobres más pobres. Y seguirán avanzando los partidos políticos con mensajes que nos erizan el vello, porque nos remontan a mundos pasados mucho peores que este. Y todos intentaremos sobrevivir en estos tiempos que nos han tocado vivir.
          Hace un par de años, por estas fechas, nos contaron que se había descubierto una nueva estrella. Cervantes, la llamaron, con cuatro planetas bautizados como Quijote, Rocinante, Sancho y Dulcinea. No sería mala idea para volver a empezar, para poder dejar este mundo de “cuerdos” y refundar otro en el que las divinas locuras del Hombre de la Mancha fueran Ley.
          Pero creo que Cervantes no es habitable. A pesar de todo, Feliz Año Nuevo.

domingo, 16 de diciembre de 2018

Desde Macondo. CUENTO DE NAVIDAD


Cambian los tiempos, y los cuentos, también. En estos días de fiesta obligatoria, de alegría casi por decreto y de sensibilidades a flor de piel, por mandato o por costumbre, me pregunto cómo hubiera sido el Cuento de Navidad de mi admirado Dickens si tuviera que escribirla ahora, doscientos años después. Y desde el humilde conocimiento que me proporciona el haber leído toda su obra puedo asegurar que hubiera sido bien distinto. De principio a fin, fantasmas incluidos.
          Se mantendría la estructura, y los personajes. Y el fondo de la historia. Scrooge seguiría siendo el personaje malvado y sórdido, avaro e insensible. Tal vez ahora, en tiempo presente, tuviera una cuenta en Suiza, no pagara impuestos y hasta cobrara en sobres. Por supuesto, explotaría al pobre escribiente, con contrato a tiempo parcial y en precario, y le pagaría en B. Seguro que hasta pensaba que se merecía hacer sacrificios por ser pobre. Y hasta se permitiría despedirlo sin indemnización alguna, que ya encontraría el truco en  la ley.
          El Scrooge de nuestros días despediría con cajas destempladas al espíritu de las Navidades pasadas, el que le recordaba que alguna vez fue joven, inocente y hasta con buenos sentimientos. Y se reiría del pobre enviado del más allá empeñado en enseñarle el presente, el frío, el hambre, la pobreza, la miseria, reunidos en torno a tantos hogares. Si acaso, sacaría pecho diciendo que, gracias a él, las familias se habían convertido en ONG, compartiendo los escasos recursos de que disponían.
          Lo que más claro tengo es que el libro no terminaría igual, que ya han pasado los tiempos en que los cuentos acababan con fueron felices y comieron perdices. La Canción de Navidad no sonaría dulce y alegre en las últimas páginas, con un protagonista arrepentido y repartiendo sus riquezas entre los más perjudicados por sus tropelías y las de otros de su ralea. El espíritu de las navidades del futuro se iría con el rabo entre las piernas, sin conseguir ablandar el corazón de Ebenezer Scrooge. Igual hasta acababa sentenciado por la Ley Mordaza (que sigue en vigor), por hablar de más y, sobre todo, por hacerlo a favor de los necesitados.
          Ni cesta de Navidad para su empleado, ni un regalito para su hijo enfermo y, por supuesto, nada de subida de salario o de contrato indefinido, que eso era de otra época.  De devolver lo robado, ni pensarlo. Los nuevos protagonistas del cuento tienen claro que han ganado y que no hay escrúpulos que valgan. Que así es el mundo y así son las navidades. Que siempre ha habido ricos y pobres (ahora más), y el resto son ñoñerías. Que el pueblo está para hacer sacrificios y los ricos, para cobrarlos.
          Y que no les vengan con cuentos. No sé si Dickens, el gran novelista de lo social, hubiera tirado la toalla al saber que todas sus historias con final feliz deberían ser reescritas, que no se puede ablandar una piedra, que es imposible conectar las distintas capas sociales y que no hay tregua ni siquiera en Navidad.
A pesar de todo, felices fiestas.

PREGUNTAS PARA JAKELIN


Se me ocurren un montón de preguntas que hacerle a Jakelin. Tal vez porque sepa que no me puede contestar ninguna, y, desde el inconsciente, busque mis propias respuestas. La pequeña guatemalteca, muerta en la frontera con Estados Unidos en la misma semana en que cumplía 7 años, se ha llevado a la tumba todas nuestras vergüenzas, nuestra indiferencia, nuestro mirar hacia otro lado, nuestros corazones duros como piedras y fríos como el hielo, que se han reblandecido un tanto ante la mirada de esos ojos redondos que nos miran sin entender nada.
          Me hubiera gustado preguntarle a Jakelin, que llevaba una semana caminando, desde su aldea, atravesando el desierto mexicano, si le dolían los pies, si tenía ampollas o heridas; si había pasado frío en las noches al raso, tras soportar las ardientes arenas por el día; si había comido y bebido lo suficiente, si su padre, que caminaba a su lado, estaba de humor para ayudarla en el trance.Si echaba de menos el abrazo de su madre. 
          Y si entendía por qué se razón quedaron en la aldea su madre y sus hermanos y fue ella la elegida para la peligrosa travesía hacia el hipotético paraíso; si no hubiera preferido quedarse en casa, por pobre y mísera que fuera, jugando con sus muñecas, aunque fueran de palo y trapos, en lugar de emprender el camino que la ha llevado a la tumba.
          Jakelin ya no puede responder, y los que buscan respuestas, por aquello de cumplir el trámite y para acallar el revuelo mediático que siempre supone la muerte de un niño, se despacharán, a la vuelta de unas fechas, hablando de deshidratación, fallo hepático o secuelas de alguna enfermedad durmiente adquirida allá en las selvas de su país.
Ya da igual. No me interesa conocer esa respuesta. No les interesa tampoco a los cientos de Jakelin, Aylan, Mohamed o los niños y niñas sin nombre que caen a diario bajo las bombas en Yemen o Siria, o que se ahogan en el Mediterráneo sin que sepamos siquiera que han existido.
          ¿Qué pensarán? ¿Qué pasará por sus cabezas, arrancados de sus casas, enfrentados a la fuerza al mar oscuro, a la noche, al hambre, al frío, a lo desconocido? ¿Qué le dirán a sus padres, qué explicaciones pedirán? Qué es contentarán, porque no se me ocurre nada que se pueda decir a un niño en esas circunstancias. No tengo hijos, y, aunque lo intente, no puedo comprender en su totalidad, en todo su horror, la tragedia que supone para unos padres tomar la decisión de marcharse con sus hijos rumbo a lo desconocido para buscar un mundo mejor.
          Y encontrarse con muros, concertinas, patrulleras, racistas y xenófobos. O, como Jakelin, con la muerte.    

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Desde Macondo. LA "FLORECILLA" DEL TAJO

El Tajo tenía “una florecilla”, como se dice por aquí. Las lluvias de las últimas semanas, y el cierre del grifo del trasvase en el último mes, le habían dado un pelín de color y alegría.  Hasta había, o me parecía a mí, más aves en sus islas y más movimiento en sus aguas.  Había rejuvenecido un tanto, con la expectativa, como nosotros, pobres ilusos, de que esto fuera el principio de algo, de la recuperación  después de un largo periodo de enfermedad.
          Pensábamos que estábamos saliendo del coma, y que, como en el olmo viejo del poema Machado, un minúsculo retoño anunciaba el principio de una nueva primavera. Pero más allá de la poesía, la prosa infame y oficial del BOE nos trae un nuevo trasvase. Para ya. Sin tiempo a que casi nadie, aunque tengamos el río frente a la puerta de casa, hayamos podido advertir mínimas señales de vida. Que ya pienso si habré soñado lo de las aves, los peces y la alegría.
          No hay respiro para el Tajo, y está visto que no lo habrá, esté quien esté en las alturas, en la toma de decisiones sobre la vida y la muerte de nuestro río. El “trasvase cero” para regadíos de noviembre ha hecho posible que el nivel 3 de Entrepeñas y Buendía pase al nivel 2 y, con la Ley en la mano, se puede trasvasar más cantidad.
          La ley decide que vivan los frutos de la tierra murciana y que muera el largo curso del río; que crezcan frondosas las verduras y las frutas y, a cientos de kilómetros, sólo veamos malas hierbas colonizando lo que antes ocupaba el agua. La ley mira los embalses, vigilando cada gota que cae para enviarla de viaje rápidamente por la tubería del trasvase. Para que no pueda llegar al río.  Que sigue muriendo.
          Recuerdo que hace unos meses, un tribunal de India declaró los ríos sagrados Ganges y Yamuna “entidades vivientes”, con el ánimo de que esta declaración ayudará a protegerlos ríos, ya que a partir de ese momento, cuentan con todos los derechos constitucionales y reglamentarios de los seres humanos, incluido el derecho a la vida.
          Puede que no sirva para nada, pero sería un detalle con nuestra “entidad moribunda”, que está pidiendo a gritos una declaración de amor, tres palabras que la salve de la agonía y la desaparición irreversible. Hablo del Tajo, y las palabras son, obviamente, Fin del Trasvase.
          Por el momento, el río no tiene derecho a la vida. No la tienen los peces, ni los juncos, ni los patos, ni las aves que anidan en sus islas o las que lo sobrevuelan para buscarse el sustento. Ellos, como nosotros, están condenados a convivir con el cieno, el lodo, las espumas malolientes y las malas hierbas.
          No sé si aún estamos a tiempo de conseguir que el Tajo sea considerado una entidad viviente, un ser lleno de fuerza y juventud, viendo al anciano decrépito y ausente en que lo han convertido. Nada que ver con lo que cantaba Garcilaso, “Corrientes aguas, puras, cristalinas, árboles que os estáis mirando en ellas…”, cuando el Tajo era poesía.
           Hoy es mezcla de lodo con burla y tristeza, porque una vez más han decidido saciar la sed de otros  a costa de lo que sea. De matar el río, también.

domingo, 9 de diciembre de 2018

MÁS LÁGRIMAS EN LA LLUVIA

En sólo una semana, en unos pocos días,  hemos pasado de la mofa y el menosprecio a la preocupación más severa. Hemos cambiado radicalmente el tono de las charlas y los comentarios cuando nos referíamos a los “reconquistadores” de la ultraderecha, de burlarnos de la imagen del líder a caballo a querer montarnos en el más rápido para salir huyendo, no sabemos hacían dónde.  
          Tras una de las muchas conversaciones habituales desde el pasado domingo, pesimistas a menudo, y melancólicas  siempre, en las que empezamos a dar  muchas cosas por perdidas, y a hablar de tiempos pasados indudablemente mejores, me ha venido a la cabeza la famosa fase de la película Blade Runner. Ya sabéis esa de "Yo he visto cosas que vosotros no creeríais…Todos esos momentos se perderán en el tiempo... como lágrimas en la lluvia”. Roy Batty podría estar presente en cualquiera de las reuniones actuales de amigos, vecinos, familia, en las que hablamos y hablamos para concluir con que hemos dejado demasiadas cosas en el camino. Y que tenemos la certeza de que nos costará volver a encontrarlas, si es que las encontramos.
          Hace tan solo unos días, hablábamos de oras cosas. De problemas, por supuesto, que esos existen en todo tiempo y lugar. Y que a veces apretaban, pero no asfixiaban. Ahora, además de desconcertados, nos sentimos ahogados, como si el aire se hubiera espesado de momento y no encontrara el paso hacia nuestros pulmones.
          Y es que ahora las lágrimas en la lluvia son demasiadas. Ya habíamos perdido en el tiempo muchas cosas, tantas que nos costaba trabajo creerlas cuando intentamos, sin éxito, enumerarlas. Pero quedaba la esperanza en el ser humano, en su capacidad de regenerarse para no repetir errores, para distinguir la raya del horizonte, para pisar suelo firme sin perder de vista el ansiado cielo.  Para no volver a los periodos más oscuros de la Historia.
          En una semana, ya son lágrimas en la lluvia la alegría de votar sintiéndonos dueños de nuestro mañana, de defender la democracia con uñas y dientes; de abrazarnos a la Constitución como libro de cabecera, con la llave de los tesoros de nuestra vida, la igualdad, la justicia, la convivencia…, de justificar el sistema como el menos malo, de sentirnos europeos, de pensar que vivíamos en el mejor lugar posible del planeta.
          Hemos visto cosas que casi no creemos, y que nos amenazan con que, desde ahora, hablemos de ayer mismo como si contáramos  batallitas del abuelo Cebolleta. Se nos ha helado en los labios la risa que nos daba ver al líder de Vox vestido de Don Pelayo, o a unas decenas de personas cantando el Novio de la Muerte en un mitin, o a algún “iluminado” explicando que España tiene que volver a ser una, grande y libre. Si autonomías que estorben. O que las perversas mujeres quieren pasar por encima de la autoridad de los hombres, que han mandado de toda la vida de Dios.
          Ya son lágrimas en la lluvia muchas cosas. Incluso que, a veces, se lloraba de alegría.

martes, 4 de diciembre de 2018

Desde Macondo. VIVIR SIN NOMBRE

Hay una novela de Saramago, “Todos los nombres”,  en la que curiosamente,  no hay nombres. Sólo el suyo, don José. Páginas y páginas repletas de personajes el jefe, sus compañeros de trabajo, la vecina, los padres de la desconocida, el director del colegio, la asistenta de la tienda, el pastor, etc… Todos sin nombre.
          Y viene esto a cuento de la nueva e impactante campaña de UNICEF, que comienza diciendo que hay lugares en el mundo donde los padres no ponen nombre a sus bebés por temor a que mueran en el parto o a poco de nacer. Escalofriante. Porque debajo subyace algo más, mucho más humano y mucho más doloroso. Es una forma de marcar distancias, de no recordar al hijo muerto como lo que es, tu hijo. De olvidarlo rápidamente,  porque ni llegó a tener nombre.
          Salvando las distancias, me ha recordado a una persona que conocí recientemente y que llamaba “perro” a la mascota que su hija le había dejado temporalmente en casa, y que sospechaba iba a ser por mucho tiempo. La explicación, muy sencilla. “No quiero saber cómo se llama, porque no quiero encariñarme con él”. Ni con ningún otro, tras la muerte de un animal que la había acompañado muchos años de su vida.
          Algo así ha debido pasar con los 900.000 niños que murieron en el mundo en 2017 el día en que nacieron; o con los dos millones y medio que lo hicieron en el primer mes de vida, por infecciones ligadas al parto, desnutrición, neumonías… Y con los más de cinco mil que día a día nacen para morir de inmediato, Sin nombre.
          Poner nombre, cara y circunstancias a cualquier historia es una máxima del Periodismo. Siempre me lo han contado así. Nos nueve y nos conmueve lo que podemos llamar por su nombre, a lo que  podemos nombrar dotándolo de rasgos humanos, de cualquier detalle que nos sacuda la conciencia y nos haga leer el artículo hasta el final. Claro que es lógico que nos sobrecojan más las tragedias que pasan a nuestro lado, en nuestro lugar de residencia, en nuestro país, que las grandes catástrofes que suceden al otro lado del Globo. Y que por no tener, no tienen ni nombre.
          Llevamos años años oyendo hablar del hambre en el mundo. Viendo imágenes de pequeños desnutridos, con sus tripas hinchadas y sus ojos enormes,; de madres con pechos secos y esa tristeza infinita en la mirada mientras sostienen en brazos a los niños que perderán la vida en breve, porque no han llegado ni a tener nombre.
          Y que pasarán página tal vez mucho antes de lo que lo hacemos en el mundo “civilizado” que colecciona ecografías en 3D y que desde el minuto 1 ya tienen preparada la habitación y bordada la ropa con el nombre del bebé que anuncia la llegada.
          No poner nombre es un mecanismo de autodefensa. Para ellos y para nosotros, porque nos permite deshumanizar las noticias. Mirar para otro lado, porque no se ha muerto Juan, o Mohamed o María.
          Quizás haya que borrar del mapa esta Humanidad y empezar de nuevo, como en Macondo, cuando el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre, y había que señalarlas con el dedo para nombrarlas.
           Para que todos tengan nombre.