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martes, 4 de diciembre de 2018

Desde Macondo. VIVIR SIN NOMBRE

Hay una novela de Saramago, “Todos los nombres”,  en la que curiosamente,  no hay nombres. Sólo el suyo, don José. Páginas y páginas repletas de personajes el jefe, sus compañeros de trabajo, la vecina, los padres de la desconocida, el director del colegio, la asistenta de la tienda, el pastor, etc… Todos sin nombre.
          Y viene esto a cuento de la nueva e impactante campaña de UNICEF, que comienza diciendo que hay lugares en el mundo donde los padres no ponen nombre a sus bebés por temor a que mueran en el parto o a poco de nacer. Escalofriante. Porque debajo subyace algo más, mucho más humano y mucho más doloroso. Es una forma de marcar distancias, de no recordar al hijo muerto como lo que es, tu hijo. De olvidarlo rápidamente,  porque ni llegó a tener nombre.
          Salvando las distancias, me ha recordado a una persona que conocí recientemente y que llamaba “perro” a la mascota que su hija le había dejado temporalmente en casa, y que sospechaba iba a ser por mucho tiempo. La explicación, muy sencilla. “No quiero saber cómo se llama, porque no quiero encariñarme con él”. Ni con ningún otro, tras la muerte de un animal que la había acompañado muchos años de su vida.
          Algo así ha debido pasar con los 900.000 niños que murieron en el mundo en 2017 el día en que nacieron; o con los dos millones y medio que lo hicieron en el primer mes de vida, por infecciones ligadas al parto, desnutrición, neumonías… Y con los más de cinco mil que día a día nacen para morir de inmediato, Sin nombre.
          Poner nombre, cara y circunstancias a cualquier historia es una máxima del Periodismo. Siempre me lo han contado así. Nos nueve y nos conmueve lo que podemos llamar por su nombre, a lo que  podemos nombrar dotándolo de rasgos humanos, de cualquier detalle que nos sacuda la conciencia y nos haga leer el artículo hasta el final. Claro que es lógico que nos sobrecojan más las tragedias que pasan a nuestro lado, en nuestro lugar de residencia, en nuestro país, que las grandes catástrofes que suceden al otro lado del Globo. Y que por no tener, no tienen ni nombre.
          Llevamos años años oyendo hablar del hambre en el mundo. Viendo imágenes de pequeños desnutridos, con sus tripas hinchadas y sus ojos enormes,; de madres con pechos secos y esa tristeza infinita en la mirada mientras sostienen en brazos a los niños que perderán la vida en breve, porque no han llegado ni a tener nombre.
          Y que pasarán página tal vez mucho antes de lo que lo hacemos en el mundo “civilizado” que colecciona ecografías en 3D y que desde el minuto 1 ya tienen preparada la habitación y bordada la ropa con el nombre del bebé que anuncia la llegada.
          No poner nombre es un mecanismo de autodefensa. Para ellos y para nosotros, porque nos permite deshumanizar las noticias. Mirar para otro lado, porque no se ha muerto Juan, o Mohamed o María.
          Quizás haya que borrar del mapa esta Humanidad y empezar de nuevo, como en Macondo, cuando el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre, y había que señalarlas con el dedo para nombrarlas.
           Para que todos tengan nombre.

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