Se me ocurren un montón de preguntas que
hacerle a Jakelin. Tal vez porque sepa que no me puede contestar ninguna, y,
desde el inconsciente, busque mis propias respuestas. La pequeña guatemalteca,
muerta en la frontera con Estados Unidos en la misma semana en que cumplía 7
años, se ha llevado a la tumba todas nuestras vergüenzas, nuestra indiferencia,
nuestro mirar hacia otro lado, nuestros corazones duros como piedras y fríos
como el hielo, que se han reblandecido un tanto ante la mirada de esos ojos redondos
que nos miran sin entender nada.
Me hubiera gustado preguntarle a
Jakelin, que llevaba una semana caminando, desde su aldea, atravesando el
desierto mexicano, si le dolían los pies, si tenía ampollas o heridas; si había
pasado frío en las noches al raso, tras soportar las ardientes arenas por el
día; si había comido y bebido lo suficiente, si su padre, que caminaba a su
lado, estaba de humor para ayudarla en el trance.Si echaba de menos el abrazo de su madre.
Y si entendía por qué se razón quedaron en la
aldea su madre y sus hermanos y fue ella la elegida para la peligrosa travesía
hacia el hipotético paraíso; si no hubiera preferido quedarse en casa, por
pobre y mísera que fuera, jugando con sus muñecas, aunque fueran de palo y
trapos, en lugar de emprender el camino que la ha llevado a la tumba.
Jakelin ya no puede responder, y los que
buscan respuestas, por aquello de cumplir el trámite y para acallar el revuelo
mediático que siempre supone la muerte de un niño, se despacharán, a la vuelta
de unas fechas, hablando de deshidratación, fallo hepático o secuelas de alguna
enfermedad durmiente adquirida allá en las selvas de su país.
Ya da igual. No me interesa conocer esa
respuesta. No les interesa tampoco a los cientos de Jakelin, Aylan, Mohamed o
los niños y niñas sin nombre que caen a diario bajo las bombas en Yemen o
Siria, o que se ahogan en el Mediterráneo sin que sepamos siquiera que han
existido.
¿Qué pensarán? ¿Qué pasará por sus
cabezas, arrancados de sus casas, enfrentados a la fuerza al mar oscuro, a la
noche, al hambre, al frío, a lo desconocido? ¿Qué le dirán a sus padres, qué
explicaciones pedirán? Qué es contentarán, porque no se me ocurre nada que se
pueda decir a un niño en esas circunstancias. No tengo hijos, y, aunque lo
intente, no puedo comprender en su totalidad, en todo su horror, la tragedia
que supone para unos padres tomar la decisión de marcharse con sus hijos rumbo
a lo desconocido para buscar un mundo mejor.
Y encontrarse con muros, concertinas,
patrulleras, racistas y xenófobos. O, como Jakelin, con la muerte.
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