Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

lunes, 29 de abril de 2019

SOBREDOSIS DE OPINIÓN


Hemos sobrevivido, un tanto maltrechos y con alguna neurona menos, al primer asalto serio de los opinadores. Falta el segundo, y en menos de un mes. Yo opino, él opina, ustedes opinan. Faltaría más. Todos opinamos y todos tenemos algo que decir sobre cualquier tema. Polémico o no, extraordinario o cotidiano; de salud, de educación, de política, del tiempo… Opinamos de todo cuanto nos concierne, con mayor o menor acierto, con documentación o sin ella, con razón, o elevando el tono para tenerla, imponiendo nuestras tesis o dejándonos convencer. Hasta aquí, normal. Somos personas, razonamos y tenemos opinión. Y luego, somos profesores, fontaneros, peluqueros, médicos o bomberos.

          Eso, en cualquier época del año, que en elecciones, se multiplican. Pero además están los opinadores profesionales. No hace falta que sean periodistas. De hecho, no lo son en su mayor parte. Ni que sean economistas si opinan de economía, o médicos si hablan de salud, o profesores si el tema a debatir es la Educación. Saben de todo y, sobre todo, saben gritar cuando les faltan argumentos.

          Han crecido como setas, casi al mismo ritmo en que están desapareciendo los periodistas. Están en todos los canales, en todas las emisoras, en mil y una tertulias. Invaden espacios que, por razones lógicas, corresponden a la información y no informan de casi nada. Sólo dan su opinión e intentan convencernos de que es la buena, la única, la real. Para eso les pagan. Y de cuando en cuando, por los de un signo político, nos enteramos de cuánto cobran los del otro. Y viceversa. Nos indignamos, por supuesto, y decimos eso de vaya sueldo por decir cuatro chorradas.

          En el otro mundo, del que provengo, la información y la opinión estaban perfectamente delimitadas. Así nos lo enseñaban en la Universidad. Incluso tipográficamente, en los periódicos (a un paso de ser Prehistoria), tenían tratamiento diferente. La opinión se presentaba con distinta letra, recuadrada y separada de la noticia. Una cosa era lo que pasaba, y otra, lo que el periodista opinaba del hecho concreto.

          Pero eso ya es Historia. Ahora se puede elegir entre opinadores de derechas y de izquierdas con sólo cambiar de canal; incluso se les puede ver juntos, para los amantes del morbo. Y hasta en listas electorales. La información es lo de menos. El juego es saber qué dirán de la noticia los unos y los otros. Los mismos, que igual hablan de la prima de riesgo que de las tasas de la Justicia o la reforma de la Educación, sin saber cómo funciona la Bolsa ni haber pisado un Juzgado y mucho menos, conocer las necesidades educativas del momento.

          Es lo que toca. . Que cada cual opine lo que quiera. Pero sin hacernos creer que es información.

miércoles, 24 de abril de 2019

Desde Macondo. VOTAR SIN MIEDO

A estas alturas de la película, de la campaña electoral, digo, puedo hacer hasta colección de miedos. No debería asombrarme, porque es una constante desde que empezáramos la aventura de la democracia, pero en cada ocasión me parece que vamos un pasito más allá, que encuentran nuevas cosas con las que asustarnos, si votamos a unos y no a otros, si lo hacemos en blanco o si nos quedamos en casa (eso nunca, por cierto).
          Lo han puesto todo perdido de miedos, y ya no sé si me voy a encontrar el lunes con las calles llenas de pederastas, violadores, neandertalitos decapitados, malvadas mujeres que pretenden nada menos que ser iguales que los hombres (cuando mi aspiración es ser mejor), pensionistas sin pensiones, asalariados sin salario o empresarios sin empresa. Y claro, sin impuestos, porque bajadas, prometen todos, unos a los ricos y otros, a los demás.
          Ya sabemos que si votamos a unos, se nos llenarán nuestros hermosos pueblos y ciudades de cientos de miles de negros malencarados, llegados directamente de África por invitación personal de un partido político; y que elegir la papeleta de otro color, dará vía libre a “abortadoras”, transexuales, feministas enloquecidas y gente de mal vivir. Y que si queremos mantener el país de una pieza, que no se rompa España, tenemos que tirar hacia otro lado. O si estamos dispuestos a que nos “reconquisten” y nos lleven a esa España en la que nunca se ponía el sol, reserva espiritual de occidente y esas cosas, también tenemos alguna papeleta que otra que nos lo garantiza.
          Lo sabemos todo, que son muchas semanas ya de machaqueo continuo, de debates, de mítines, de publicidad por tierra, mar y aire, cada uno asustando con lo de otros y vendiendo lo suyo como la panacea universal.
          Por eso hay que votar sin miedo. Con la confianza de que haremos lo correcto. Que somos muy mayores como para creernos que nos van a invadir los musulmanes o los africanos, o que todo el mundo se pondrá a abortar como locos o a cambiarse de sexo por hobby.
          Y con la certeza de que no puede haber marcha atrás. Que todo lo anteriormente citado tuvo su tiempo (nefasto), y no podemos traerlo de vuelta. Que la España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María, ya tuvo su momento.
          Y que para seguir avanzando, hay que ir a las urnas sin miedo.

lunes, 22 de abril de 2019

EL RICO EPULÓN

De pequeña quería ser pobre. Como os lo cuento. Y no es que sobrara nada ni se viviera sin sobresaltos en una casa con siete hijos y sueldos de los de entonces (más o menos como los de ahora). Pero los ricos iban al infierno y los pobres, por el hecho de serlo, tenían un lugar asegurado en el Reino de los Cielos. Era lo que nos contaban las monjas. Cuantas más calamidades pasáramos en este valle de lágrimas, mejor sería la recompensa para toda la eternidad.
          Y esto, adornado convenientemente con historias bíblicas, parábolas y esas cosas, como la del rico Epulón, que se me quedó grabada, sufriendo los tormentos del infierno mientras el pobre Lázaro, a quien le negó el pan y la sal en vida, disfrutaba para siempre a la derecha del Padre. 
          El incendio de Notre Dame me ha traído de vuelta el recuerdo de aquel rico malvado que vestía las mejores telas, comía los manjares más exquisitos y pisaba suelos de mármol hace más de dos mil años.  Y que también debía ser un poco tonto, porque sólo dando algo de lo que le sobraba, igual se habría evitado todos los tormentos que nos cuenta san Lucas.
          Los ricos de ahora son más listos. Se han organizado, y en pocas horas han juntado un montón de millones que, a buen seguro, los redimirán. Los Vuitton, Arnault, L’Oreal, Pinault…, los mismos que seguro tienen las fábricas en BanglaDesh o Pakistán, que pagan unos dólares por interminables jornadas de trabajo (infantil incluido), se han aflojado el bolsillo para la reconstrucción del templo, llegando a cifras inverosímiles en un par de días. No sé si en alguna de esas conferencias de donantes que organiza la ONU para paliar cualquiera de las tragedias que han sacudido y sacuden el mundo, se ha conseguido recaudar tanto dinero en tan poco tiempo.
          Que está bien. Y que seguro que además les sirve como publicidad para sus respectivos productos,  para su imagen pública y hasta les desgrava un montón en Hacienda, a la espera del premio “celestial”. Ya estarán pensando en los homenajes que les harán como filántropos, o mecenas, o no sé cómo llamarles. Ricos, a secas.
          Supongo que sus teléfonos móviles, y sus perfiles en las redes, no estarán, como el mío, “petaitos” de memes con imágenes de la catedral francesa en llamas contrapuesta a víctimas de la guerra en Yemen, o de la hambruna de los rohingas, o en Sudan; o de los campos de refugiados serios donde ya falta de casi todo. Y por supuesto, faltan millonarios tan concienciados con sus semejantes como con el patrimonio histórico-artístico.
          Alguien debería explicarles que se acercarán más al cielo mirando al suelo, al mundo que les rodea y que arde todos los días en forma de hambre, de sed, de enfermedad, de pobreza, de miseria, de guerras, de refugiados.
          Que sufren el infierno en la Tierra,  y que no esperan recompensas en el más allá.

miércoles, 17 de abril de 2019

Desde Macondo. RE-SUSCITARE

Qué bien viene en este Jueves Santo  eso de…”y al tercer día …”, que justo el domingo hay elecciones, y seguro que también habrá, en sentido metafórico, muertes y resurrecciones. El diccionario de la Real Academia, siempre dispuesto a poner las cosas en su sitio, nos explica que resucitar viene del latín 're-' y suscitāre, que significa levantar', 'avivar' y, dicho coloquialmente, restablecer, renovar, dar nuevo ser a algo.
          Claro que antes hay que lidiar con otra “resurrección”, la de la Semana Santa que, en estos años pasados de travesía por el desierto, se ha instalado y multiplicado en todos los rincones del país, más allá de los sitios en los que existía, y se mantiene una sólida tradición por motivos religiosos o turísticos.
          Vamos que se ha  levantado, avivado, y restablecido (lo de renovar y dar nuevo ser no lo tengo claro), la Semana Santa.  Tanto, que me he remontado varias décadas atrás, cuando me daba miedo salir a la calle con tanto encapuchado suelto. Y ya ha llovido desde aquello, que una tiene su edad. El caso es que, además del creciente número de procesiones, (afortunadamente ya sin banderas a media asta), los nazarenos de todos los colores y las multitudes enfervorecidas llenando calles y plazas, desde las farolas, desde los carteles, en cualquier fachada con un trozo blanco, nos miran impacientes los candidatos, esperando el Domingo de Resurrección.
          Raro, cuando menos. Y eso que todos han prometido no hacer campaña en los dos días señalados, hoy y mañana, y el sábado ya toca reflexionar. Quizá viendo Ben.Hur, la Túnica Sagrada, los Diez Mandamientos, Rey de Reyes o Barrabás., que permanecen inmutables a estas alturas de siglo y de mundo global y diverso.
          Supongo que, para compensar, habrá sobredosis de políticos, traje oscuro y mantilla en ristre, desfilando con cara de circunstancias detrás de borriquillas, Dolorosas y cruces en cualquier punto del país, que tenemos muy frescas en la memoria las imágenes de media docena de ministros cantado el Novio de la Muerte al Cristo de los  legionarios. En fin, cada uno busca la resurrección a su manera y a la que cree que entenderán mejor los “resucitadores”, es decir, los votantes.
          Por mi parte, me niego a volver  a la Prehistoria, es decir, a mi infancia. A las monjas del colegio que nos contaban que era pecado jugar y reírse porque Jesús estaba sufriendo; a las larguísimas tardes de Viernes Santo sin tele y con cines y bares cerrados. Eran los años en que en este país nuestro, reserva espiritual de Europa, los gobernantes iban bajo palio y en los pueblos, nadie mandaba más que el cura desde su púlpito, predicando abstinencia y castidad.
           Habrá quien sienta y viva con toda religiosidad estos días. No lo dudo. Y quienes se vayan a la playa o hagan una escapadita a cualquier punto sin procesiones. Unos pensarán que suman puntos (votos) por el número de procesiones a las que asisten, o a las que faltan. Otros seguirán pensando en defunción del Estado aconfesional, y en la España de orden y religión. Por decreto y con alardes. Como antes.  Cuando llegó un sacerdote a Macondo, reclamando dinero para la construcción de un templo, las gentes del lugar le replicaron que “durante muchos años habían estado sin cura, arreglando los negocios del alma directamente con Dios”.
           Pues eso, que estamos a tres días, y me quedo con la acepción del diccionario que dice que resucitar es renovar, dar nuevo ser a algo.

domingo, 14 de abril de 2019

COSAS DE LA “EXTERNALIZACIÓN”

De cuando en cuando, mucho más a menudo de lo que nos gustaría a nadie, nos sacude una de esas noticias que, durante unos días, son protagonistas absolutas de las conversaciones en casa, en el trabajo, en el bar… Han denunciado maltrato en una guardería, o se han intoxicado los niños del comedor escolar de tal o cual centro; o nos sirven la imagen de un repugnante plato destinado a un enfermo del hospital de turno. O se cae un puente o se avería un tren el día de su inauguración.
          O, como el último caso conocido, nos llegan hasta las entrañas las imágenes grabadas por un familiar de un anciano en una residencia madrileña, en la que se zarandea, se insulta y se maltrata sin piedad a una persona indefensa atada a una silla de ruedas.
          En todos los casos, salvo alguna honrosa excepción (que no tengo el placer de conocer), hablamos de empresas privadas, de servicios “externalizados”, que ya se nos había olvidado la palabreja tan de moda al inicio de la crisis, cuando no se privatizaba nada pero se externalizaba todo, a mayor gloria de amiguetes y empresarios sin escrúpulos, que igual pujaban en concursos públicos más o menos legales, por una carretera que por una residencia de enfermos mentales y hasta por una biblioteca pública (sí, una biblioteca).
          Como no he perdido la capacidad de asombro (todavía), y no será por falta de oportunidades, me sigue llamando poderosamente la atención que una gran constructora, de esas del IBEX, se quede en un modesto Ayuntamiento con el servicio de Ayuda a Domicilio, pongo por caso; o con la Oficina de Turismo o la Casa de Acogida de Mujeres maltratadas. Y que lo hagan por un precio absolutamente ridículo, de esos que echas cuentas y no te salen, porque con ese dinero no se puede contratar profesionales, dar de comer a residentes y demás gastos propios de la contrata.
          Hasta que pasan estas cosas. Hasta que te cuentan que no hay pañales suficientes para los mayores, o que si un niño vomita un yogur no hay otro para sustituirlo, o que el psicólogo, la trabajadora social, los limpiadores y hasta los médicos, están contratados por un par de horas o por 600 euros. Y así cuadra todo.
          Las Administraciones se quitan “el muerto” de encima y las empresas ganan dinero a espuertas. Que el capitalismo salvaje es lo que tiene, la vida humana, con todos sus matices, al servicio del enriquecimiento de unos cuantos.
          No tengo nada contra la empresa privada, y puedo entender que el Estado, garante de nuestro bienestar, no pueda llegar a todas partes. Pero es injustificable que todo valga, y más en materia tan sensible. No sé si sigue existiendo eso de la baja temeraria en los concursos públicos, ni si se realizan, a todos los niveles, las necesarias inspecciones cuando hablamos de servicios que hemos delegado en otros.
          Y con todas las maldiciones hacia los especuladores, los que desprecian a las personas para engordar sus bolsillos, tengo claro que aquí falla el Estado, la Comunidad Autónoma o el Ayuntamiento de turno que ve más fácil ahorrarse un euro, y luego mirar hacia otro lado,  que cumplir la misión de velar por sus administrados.
          Da igual que se llame privatización o externalización. Da igual, cuando le añadimos dejación de funciones. El cóctel perfecto.

jueves, 11 de abril de 2019

Desde Macondo. TIEMPOS DE MINÚSCULAS

No suele haber nombres propios en esta humilde columna. Salvo los habitantes de Macondo, claro, que por derecho propio se cuelan cuando les parece. Y no hay nadie, y casi nada,  con mayúsculas porque, en definitiva, la vida que nos interesa a todos se escribe  en minúsculas, en la letra humilde y sencilla como nuestras cosas, nuestro día a día, tan alejado de la  macroeconomía, el mundo global,  las grandes cuentas de una gran empresa, del Fondo Monetario o de la OCDE, que posiblemente las verán como tonterías.
          Son tonterías, pero son las nuestras, las que nos angustian, nos agobian, nos quitan el sueño y, de cuando en cuando (cada vez menos), nos alegran. Hay desempleo con mayúsculas, por supuesto, pero nos apena el nuestro y el de los nuestros;  hay hambre en el mundo, y el cambio climático amenaza con dejarnos sin planeta que pisar antes de tiempo.  El precariado se impone y ya cuesta hablar de salario decente, así  en minúsculas, del que da para vivir son sobresaltos.
          La violencia de género, machista, no cesa, y los pueblos se siguen vaciando mientras los que se quedan carecen de los servicios básicos para pasar la vejez con dignidad. La desigualdad, a todos los niveles, se agranda y se agranda hasta el punto que la brecha es ya un precipicio insalvable. Los alquileres suben y no hay  sueldo que los resistan; y los precios de la comida, del combustible, de todo, siguen su ascenso sin mirar las nóminas, que no se mueven lo suficiente, o los contratos, que menguan su duración hasta dejarlos en la mínima expresión. Una semana, un día, dos horas…
           Las ciudades, con la excusa de la crisis y los recortes, han dejado de ser amables para convertirse en un muestrario de baches, socavones, parques descuidados,  farolas que no lucen, programaciones culturales para cumplir el expediente y ofertas de ocio menos que mínimas.  Todo minúsculas.
          Que aquí, entre nosotros, cobran vida, vidilla más bien, cada cuatro años, cuando llega la cita con las urnas y hay muchas cosas en juego. Es ya un clásico decir eso de que nuestros políticos, de cualquier administración, de cualquier nivel, no pisan el suelo.  Al menos, no el mismo que nosotros, los “administrados”. Vamos, que no están en nuestras tonterías, sino en otras cosas. En sus propias mayúsculas, que nos miran por encima.
          Hay elecciones y es tiempo de minúsculas. De empatizar con la gente y sus problemas cotidianos, más allá de grandes promesas y pomposas declaraciones. De no pensar en la suma de votos y sí en quienes depositan en la urna su esperanza de que, esta vez sí, la alta política dejará paso a la humilde administración de bienes y servicios para que todos vivamos mejor.
          Para que los nombres propios, los que se escriben en mayúsculas, sean los de cada uno de los ciudadanos. Con sus minúsculas.

lunes, 8 de abril de 2019

UN SEÑOR CUALQUIERA

Yo no lo hubiera hecho. No hubiera sido capaz, no sé si por cobardía o porque tal vez no haya amado a nadie lo bastante, con la suficiente intensidad para llevar a cabo tal impresionante prueba de amor.  Y justamente por eso me comía la curiosidad por saber más de ese hombre que esta semana nos ha removido la conciencia y los ha dado una lección de amor infinito.
          No es un superhéroe con superpoderes que le permitan hacer cosas a las que otros no nos atrevemos; no viste capa ni mallas, ni tiene pinta de sesudo filósofo. Ni siquiera es rojo, con cuernos y tenedor. Es un señor normal. Bajito, un poco calvo, de edad mediana, de hablar calmado  y pensamiento, por lo poco que le hemos escuchado, tranquilo y sin ira. Hasta tiene un nombre y un apellido de lo más común. De los que se olvidan rápidamente.
          Pero creo que nos costará olvidarnos de, Ángel Hernández, el  hombre que prestó sus manos a su mujer para que abandonara décadas de sufrimiento. Nos costará olvidar la imagen de su cara, cansada, pero serena, tras declarar ante el juez y asegurar que   «No tengo miedo, estoy tranquilo porque mi mujer ha dejado de sufrir y eso es lo importante».
          No le interesa que le  apoyen lo tilden de valiente, sino que sirva para que la eutanasia se apruebe, y nadie tenga que pasar además, por el  sufrimiento de ser esposado, detenido y retenido en un calabozo durante 24 horas. Es dolor sobre dolor. Es sumar a una pérdida en condiciones tan difíciles, el castigo de una Ley inflexible. O de la ausencia de una ley específica, que en esas estamos.
          He empezado diciendo que no sería capaz de hacer lo que Ángel. Tampoco imagino lo que es ver durante 32 años a un ser querido sufriendo día a día, y sabiendo que mañana sufrirá aún más. Y así, supuestamente, hasta que Dios quiera,  que eso se encargan de proclamarlo a los cuatro vientos los defensores del “derecho a la vida”, los mismos que bloquean una vez tras otra la regulación de la eutanasia, y que han hecho posible que este hombre, un señor cualquiera, haya pasado solo y en un calabozo el tiempo que podría haber estado despidiéndose de su mujer, organizando el sepelio, rodeado de sus amigos y sus seres queridos.
          Las leyes tienen que mirar al suelo, no al cielo. Y a los hombres y mujeres a los que pueden ayudar, no a una moral absurda, a un dios que decide quién debe sufrir, y por cuánto tiempo, o  a qué familiares puede condenar a compartir el sufrimiento y a pagar después con la cárcel.
           La eutanasia ha entrado en campaña, aunque lleva mucho tiempo bloqueada en el Parlamento por los mismos a los que se les llena la boca de hablar de España y los españoles. Ángel es español, y  nos ha abierto los ojos, como en su tiempo lo hiciera Ramón Sampedro. Quizá más porque hemos descubierto que lo que le ha pasado a un señor cualquiera, puede pasarnos a nosotros.
          Y no todos somos tan valientes ni amamos con tal intensidad.

jueves, 4 de abril de 2019

VIENTOS DEL PUEBLO

Me he sentado tan decidida a escribir sobre los derechos del pueblo, sobre la igualdad y esas cosas, convencida de que el problema de la despoblación, de la España vacía que protesta en estos últimos días,  es ante todo una cuestión de eso, de derechos y libertades, y la primera mirada al diccionario me desmonta el argumento. Sí, pero no.
          Si me quedo con una acepción, la que figura más arriba, pueblo es  “conjunto de personas de un lugar, región o país”. Vamos bien, que todos formamos parte del todo. Ay, pero más abajo viene el jarro de agua fría: “Gente común y humilde de una población”. Y la explicación definitiva, que desde las grandes urbes, incluidas capitales de provincia que tampoco son tan grandes, hace tiempo que tienen decidido que cualquiera que habite fuera de su perímetro, con barrios dormitorio y polígonos industriales incluidos, es eso, gente común y humilde, que no precisa de más atenciones, que no puede distraer mucho rato  a otras cosas más importante.
          Claro, que ahora hay elecciones, y por una temporadita, corta para no cansarse, unos y otros recorrerán los campos de Castilla, las parameras de Guadalajara o el corazón del dolorido campo de Montiel, por el que Don Quijote buscó la Justicia, o los rincones del Teruel que se empeña en existir o de la encantada Cuenca, que mantiene la magia en la capital, y a duras penas.  Llegarán en sus buses de campaña, con carteles y megáfono, como en Bienvenido Mister Marshall, y hasta confraternizarán con los paisanos, tomando un vinito aquí o acariciando a la vaca allá.
          Y prometerán. Y prometerán. Y volverán a prometer, que están en juego más de un centenar de escaños procedentes del mundo rural. Hablarán de arreglar la carretera imposible de transitar en invierno, o de ampliar el consultorio médico o de mejorar la ruta del autobús escolar que hace que cada día de cole de un niño de pueblo sea un periplo por media comarca.
          No sé, igual no han caído en que deberían hablar del principio mismo de igualdad, el que nos afecta a todos vivamos donde vivamos.  Que todos somos pueblo, pero  el desmantelamiento progresivo de nuestros derechos básicos, de la sanidad, la  educación, la seguridad, sólo ha afectado a una parte. Que será más o menos abultada, que los votos que depositen en las urnas tendrán más o menos valor, pero que son, como dice el diccionario, parte del conjunto de personas de un país.
          Soy de pueblo. Nací y crecí en un pueblo al que vuelvo cuando puedo, y en el que nada es igual que era, pasado el tamiz del tiempo, el de la  falta de inversiones, de medidas económicas, sociales y fiscales. Igual el inexorable envejecimiento de la población y con la natalidad reducida a mínimos,  mis recuerdos de lugar amable e ideal para vivir sean ya historia.  Pero igual estamos a tiempo, que la denominada “revuelta de la España Vacíada” (que no vacía), es un buen síntoma”.
          Una sociedad democrática no puede permitirse tener a una parte de su población viviendo al margen, al final de caminos polvorientos de imposible acceso, descolgados de la vida pública y fuera de todo debate político.  Con una visita rápida cada cuatro años, que para votar sí cuentan.
          Hay que aprovechar estos vientos para exigir que los pueblos aparezcan en los programas electorales; para que arrastren el acceso a Internet o una cobertura decente de telefonía (es indecente, por demasiado frecuente, lo de las “zonas de sombra”), hay que sumar los aires de protesta que han empezado a soplar tímidamente para que un huracán de ideas, proyectos y soluciones, y atenciones sobre todo, primero mantenga y luego desarrolle la vida en los pueblos.
          Porque pueblo, somos todos.

lunes, 1 de abril de 2019

EL CÍRCULO DE TIZA DEL CORONEL BUENDÍA

Cuando el coronel Aureliano Buendía regresó a Macondo, con mando en plaza,  decidió  trazar un círculo de tiza a su alrededor para que nadie se le acercara demasiado,  a menos de tres metros. En el centro de este círculo que sus edecanes trazaban dondequiera que él llegara, y en el cual sólo él podía entrar, decidía con órdenes breves e inapelables el destino del mundo. Ya sabía, después de participar en todas las guerras entre liberales y conservadores, que sólo se luchaba por el poder, y su frontera imaginaria era la mejor forma de dejar las cosas claras.
          La imagen del coronel en su círculo lleva  martilleándome mucho tiempo la cabeza.  Los que mandan, léase poder político o económico, o los dos juntos,  se han trazado una burbuja no de tres metros, de tres mil años luz, y desde ahí dirigen nuestros destinos. Sin despeinarse. Ahora toca  no aparecer, ahora toca cambiar el nombre de las cosas, ahora toca engañar, o esconderse, o abrir los grifos del petróleo o asfixiar los mares o derretir la Antártida. O declarar acabada una guerra y empezada otra. O  mirar para otro lado, o sembrar incertidumbres, o ponerlo todo perdido de miedos. Según les convenga
          Eso sí, desde el interior del círculo, al que no tienen acceso los “gobernados”, los que no entienden de alta política, pero están entre los que tienen salarios de hambre, o no tienen ninguno;  los padres que no podrán pagar la matrícula de sus hijos, los enfermos que no saben si tendrán cama en el hospital recortado, o simplemente no tienen acceso a la sanidad,  los hipotecados y futuros desahuciados, los jóvenes que buscan país al que emigrar o los maestros que se quedan sin niños a los que enseñar. O los que forman parte de ese insoportable porcentaje que viven por debajo del umbral de la pobreza.
          Y poco a poco, el círculo se convierte en una fortaleza inexpugnable. Los altos muros impiden ver el exterior y dentro… Dentro no salpica nada de lo que sucede en el mundo. Los que están ahí  no tienen hambre ni miedo a quedarse sin casa. Y hasta el peor pagado puede buscar universidad para sus hijos, o pagarse un seguro médico.
          Siguen en el círculo de tiza que van ampliando a cada nueva dificultad. Y el mundo les queda cada vez más lejos.  Ya ni recuerdan cómo han llegado ahí. Simplemente están, y están muy bien, pastoreando el rebaño de borregos que los mantienen y que ya han perdido la esperanza de entrar en sus dominios.
          De cuando en cuando asoman la patita para participar en sus cosas, su G-8, alguna Conferencia de Donantes para vestirse con tintes de humanidad, su Cumbre del Clima para que no parezca que les da lo mismo que el mundo reviente…
          Y ya está. No les va a faltar comida por la pérdida de cosechas a causa del cambio climático; no se va a inundar su casa por la subida de los mares, y mucho menos se la va a llevar por delante una de esas tormentas que están proliferando; nunca pasarán sed por falta de agua potable ni tendrán que emigrar (aunque sea en bussines class) por sequía, plagas, hambrunas o persecución política.
          Mientras, Macondo está a punto de desaparecer en un pavoroso remolino de polvo y escombros. Así termina “Cien Años de Soledad”.