No suele haber nombres propios en esta
humilde columna. Salvo los habitantes de Macondo, claro, que por derecho propio
se cuelan cuando les parece. Y no hay nadie, y casi nada, con mayúsculas porque, en definitiva, la vida
que nos interesa a todos se escribe en
minúsculas, en la letra humilde y sencilla como nuestras cosas, nuestro día a
día, tan alejado de la macroeconomía, el
mundo global, las grandes cuentas de una
gran empresa, del Fondo Monetario o de la OCDE, que posiblemente las verán como
tonterías.
Son tonterías, pero son las nuestras,
las que nos angustian, nos agobian, nos quitan el sueño y, de cuando en cuando
(cada vez menos), nos alegran. Hay desempleo con mayúsculas, por supuesto, pero
nos apena el nuestro y el de los nuestros; hay hambre en el mundo, y el cambio climático
amenaza con dejarnos sin planeta que pisar antes de tiempo. El precariado se impone y ya cuesta hablar de
salario decente, así en minúsculas, del
que da para vivir son sobresaltos.
La violencia de género, machista, no
cesa, y los pueblos se siguen vaciando mientras los que se quedan carecen de
los servicios básicos para pasar la vejez con dignidad. La desigualdad, a todos
los niveles, se agranda y se agranda hasta el punto que la brecha es ya un
precipicio insalvable. Los alquileres suben y no hay sueldo que los resistan; y los precios de la
comida, del combustible, de todo, siguen su ascenso sin mirar las nóminas, que
no se mueven lo suficiente, o los contratos, que menguan su duración hasta
dejarlos en la mínima expresión. Una semana, un día, dos horas…
Las ciudades, con la excusa de la crisis
y los recortes, han dejado de ser amables para convertirse en un muestrario de
baches, socavones, parques descuidados, farolas que no lucen, programaciones
culturales para cumplir el expediente y ofertas de ocio menos que mínimas. Todo minúsculas.
Que aquí, entre nosotros, cobran vida,
vidilla más bien, cada cuatro años, cuando llega la cita con las urnas y hay
muchas cosas en juego. Es ya un clásico decir eso de que nuestros políticos, de
cualquier administración, de cualquier nivel, no pisan el suelo. Al menos, no el mismo que nosotros, los
“administrados”. Vamos, que no están en nuestras tonterías, sino en otras
cosas. En sus propias mayúsculas, que nos miran por encima.
Hay elecciones y es tiempo de
minúsculas. De empatizar con la gente y sus problemas cotidianos, más allá de
grandes promesas y pomposas declaraciones. De no pensar en la suma de votos y
sí en quienes depositan en la urna su esperanza de que, esta vez sí, la alta
política dejará paso a la humilde administración de bienes y servicios para que
todos vivamos mejor.
Para que los nombres propios, los que se
escriben en mayúsculas, sean los de cada uno de los ciudadanos. Con sus
minúsculas.
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