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lunes, 1 de abril de 2019

EL CÍRCULO DE TIZA DEL CORONEL BUENDÍA

Cuando el coronel Aureliano Buendía regresó a Macondo, con mando en plaza,  decidió  trazar un círculo de tiza a su alrededor para que nadie se le acercara demasiado,  a menos de tres metros. En el centro de este círculo que sus edecanes trazaban dondequiera que él llegara, y en el cual sólo él podía entrar, decidía con órdenes breves e inapelables el destino del mundo. Ya sabía, después de participar en todas las guerras entre liberales y conservadores, que sólo se luchaba por el poder, y su frontera imaginaria era la mejor forma de dejar las cosas claras.
          La imagen del coronel en su círculo lleva  martilleándome mucho tiempo la cabeza.  Los que mandan, léase poder político o económico, o los dos juntos,  se han trazado una burbuja no de tres metros, de tres mil años luz, y desde ahí dirigen nuestros destinos. Sin despeinarse. Ahora toca  no aparecer, ahora toca cambiar el nombre de las cosas, ahora toca engañar, o esconderse, o abrir los grifos del petróleo o asfixiar los mares o derretir la Antártida. O declarar acabada una guerra y empezada otra. O  mirar para otro lado, o sembrar incertidumbres, o ponerlo todo perdido de miedos. Según les convenga
          Eso sí, desde el interior del círculo, al que no tienen acceso los “gobernados”, los que no entienden de alta política, pero están entre los que tienen salarios de hambre, o no tienen ninguno;  los padres que no podrán pagar la matrícula de sus hijos, los enfermos que no saben si tendrán cama en el hospital recortado, o simplemente no tienen acceso a la sanidad,  los hipotecados y futuros desahuciados, los jóvenes que buscan país al que emigrar o los maestros que se quedan sin niños a los que enseñar. O los que forman parte de ese insoportable porcentaje que viven por debajo del umbral de la pobreza.
          Y poco a poco, el círculo se convierte en una fortaleza inexpugnable. Los altos muros impiden ver el exterior y dentro… Dentro no salpica nada de lo que sucede en el mundo. Los que están ahí  no tienen hambre ni miedo a quedarse sin casa. Y hasta el peor pagado puede buscar universidad para sus hijos, o pagarse un seguro médico.
          Siguen en el círculo de tiza que van ampliando a cada nueva dificultad. Y el mundo les queda cada vez más lejos.  Ya ni recuerdan cómo han llegado ahí. Simplemente están, y están muy bien, pastoreando el rebaño de borregos que los mantienen y que ya han perdido la esperanza de entrar en sus dominios.
          De cuando en cuando asoman la patita para participar en sus cosas, su G-8, alguna Conferencia de Donantes para vestirse con tintes de humanidad, su Cumbre del Clima para que no parezca que les da lo mismo que el mundo reviente…
          Y ya está. No les va a faltar comida por la pérdida de cosechas a causa del cambio climático; no se va a inundar su casa por la subida de los mares, y mucho menos se la va a llevar por delante una de esas tormentas que están proliferando; nunca pasarán sed por falta de agua potable ni tendrán que emigrar (aunque sea en bussines class) por sequía, plagas, hambrunas o persecución política.
          Mientras, Macondo está a punto de desaparecer en un pavoroso remolino de polvo y escombros. Así termina “Cien Años de Soledad”.

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