De cuando en cuando, mucho más a menudo
de lo que nos gustaría a nadie, nos sacude una de esas noticias que, durante
unos días, son protagonistas absolutas de las conversaciones en casa, en el
trabajo, en el bar… Han denunciado maltrato en una guardería, o se han
intoxicado los niños del comedor escolar de tal o cual centro; o nos sirven la
imagen de un repugnante plato destinado a un enfermo del hospital de turno. O
se cae un puente o se avería un tren el día de su inauguración.
O, como el último caso conocido, nos
llegan hasta las entrañas las imágenes grabadas por un familiar de un anciano
en una residencia madrileña, en la que se zarandea, se insulta y se maltrata
sin piedad a una persona indefensa atada a una silla de ruedas.
En todos los casos, salvo alguna honrosa
excepción (que no tengo el placer de conocer), hablamos de empresas privadas,
de servicios “externalizados”, que ya se nos había olvidado la palabreja tan de
moda al inicio de la crisis, cuando no se privatizaba nada pero se
externalizaba todo, a mayor gloria de amiguetes y empresarios sin escrúpulos,
que igual pujaban en concursos públicos más o menos legales, por una carretera
que por una residencia de enfermos mentales y hasta por una biblioteca pública
(sí, una biblioteca).
Como no he perdido la capacidad de
asombro (todavía), y no será por falta de oportunidades, me sigue llamando
poderosamente la atención que una gran constructora, de esas del IBEX, se quede
en un modesto Ayuntamiento con el servicio de Ayuda a Domicilio, pongo por
caso; o con la Oficina de Turismo o la Casa de Acogida de Mujeres maltratadas.
Y que lo hagan por un precio absolutamente ridículo, de esos que echas cuentas
y no te salen, porque con ese dinero no se puede contratar profesionales, dar
de comer a residentes y demás gastos propios de la contrata.
Hasta que pasan estas cosas. Hasta que
te cuentan que no hay pañales suficientes para los mayores, o que si un niño
vomita un yogur no hay otro para sustituirlo, o que el psicólogo, la
trabajadora social, los limpiadores y hasta los médicos, están contratados por
un par de horas o por 600 euros. Y así cuadra todo.
Las Administraciones se quitan “el
muerto” de encima y las empresas ganan dinero a espuertas. Que el capitalismo
salvaje es lo que tiene, la vida humana, con todos sus matices, al servicio del
enriquecimiento de unos cuantos.
No tengo nada contra la empresa privada,
y puedo entender que el Estado, garante de nuestro bienestar, no pueda llegar a
todas partes. Pero es injustificable que todo valga, y más en materia tan
sensible. No sé si sigue existiendo eso de la baja temeraria en los concursos
públicos, ni si se realizan, a todos los niveles, las necesarias inspecciones
cuando hablamos de servicios que hemos delegado en otros.
Y con todas las maldiciones hacia los
especuladores, los que desprecian a las personas para engordar sus bolsillos,
tengo claro que aquí falla el Estado, la Comunidad Autónoma o el Ayuntamiento
de turno que ve más fácil ahorrarse un euro, y luego mirar hacia otro
lado, que cumplir la misión de velar por
sus administrados.
Da igual que se llame privatización o
externalización. Da igual, cuando le añadimos dejación de funciones. El cóctel
perfecto.
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