Me he sentado tan decidida a escribir
sobre los derechos del pueblo, sobre la igualdad y esas cosas, convencida de
que el problema de la despoblación, de la España vacía que protesta en estos
últimos días, es ante todo una cuestión de
eso, de derechos y libertades, y la primera mirada al diccionario me desmonta
el argumento. Sí, pero no.
Si me quedo con una acepción, la que
figura más arriba, pueblo es “conjunto
de personas de un lugar, región o país”. Vamos bien, que todos formamos parte
del todo. Ay, pero más abajo viene el jarro de agua fría: “Gente común y
humilde de una población”. Y la explicación definitiva, que desde las grandes
urbes, incluidas capitales de provincia que tampoco son tan grandes, hace
tiempo que tienen decidido que cualquiera que habite fuera de su perímetro, con
barrios dormitorio y polígonos industriales incluidos, es eso, gente común y
humilde, que no precisa de más atenciones, que no puede distraer mucho
rato a otras cosas más importante.
Claro, que ahora hay elecciones, y por
una temporadita, corta para no cansarse, unos y otros recorrerán los campos de
Castilla, las parameras de Guadalajara o el corazón del dolorido campo de
Montiel, por el que Don Quijote buscó la Justicia, o los rincones del Teruel
que se empeña en existir o de la encantada Cuenca, que mantiene la magia en la
capital, y a duras penas. Llegarán en
sus buses de campaña, con carteles y megáfono, como en Bienvenido Mister
Marshall, y hasta confraternizarán con los paisanos, tomando un vinito aquí o
acariciando a la vaca allá.
Y prometerán. Y prometerán. Y volverán a
prometer, que están en juego más de un centenar de escaños procedentes del
mundo rural. Hablarán de arreglar la carretera imposible de transitar en
invierno, o de ampliar el consultorio médico o de mejorar la ruta del autobús
escolar que hace que cada día de cole de un niño de pueblo sea un periplo por
media comarca.
No sé, igual no han caído en que
deberían hablar del principio mismo de igualdad, el que nos afecta a todos
vivamos donde vivamos. Que todos somos
pueblo, pero el desmantelamiento
progresivo de nuestros derechos básicos, de la sanidad, la educación, la seguridad, sólo ha afectado a
una parte. Que será más o menos abultada, que los votos que depositen en las
urnas tendrán más o menos valor, pero que son, como dice el diccionario, parte
del conjunto de personas de un país.
Soy de pueblo. Nací y crecí en un pueblo
al que vuelvo cuando puedo, y en el que nada es igual que era, pasado el tamiz
del tiempo, el de la falta de
inversiones, de medidas económicas, sociales y fiscales. Igual el inexorable
envejecimiento de la población y con la natalidad reducida a mínimos, mis recuerdos de lugar amable e ideal para
vivir sean ya historia. Pero igual
estamos a tiempo, que la denominada “revuelta de la España Vacíada” (que no
vacía), es un buen síntoma”.
Una sociedad democrática no puede
permitirse tener a una parte de su población viviendo al margen, al final de
caminos polvorientos de imposible acceso, descolgados de la vida pública y
fuera de todo debate político. Con una
visita rápida cada cuatro años, que para votar sí cuentan.
Hay que aprovechar estos vientos para
exigir que los pueblos aparezcan en los programas electorales; para que
arrastren el acceso a Internet o una cobertura decente de telefonía (es
indecente, por demasiado frecuente, lo de las “zonas de sombra”), hay que sumar
los aires de protesta que han empezado a soplar tímidamente para que un huracán
de ideas, proyectos y soluciones, y atenciones sobre todo, primero mantenga y
luego desarrolle la vida en los pueblos.
Porque pueblo, somos todos.
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