No es excluyente. Para nada. Cuando, por
aquello de la globalización nos hemos permitido ser parte del mundo, pertenecer
a la raza humana con sus glorias y sus miserias, en cualquier parte del planeta
y más allá, que de cuando en cuando hacemos incursiones en las estrellas, el
relato empieza a cambiar. De pronto, en cuestión de pocos meses, un par de años
tal vez, resulta que lo bueno, lo únicamente bueno, es lo tuyo, tu familia, tu
país, tu grupo, tu ideología, tu religión.
Lo tuyo primero, que ya lo ha
sentenciado Trump. Como si todo lo demás hubiera desaparecido. Como si después
de dejarnos llenar de aire los pulmones, de expandirlos en todo su ser, los
hubieran fragmentado en burbujas independientes, cada una pugnando por una
cuota más alta de respiración. Para ti y para tu grupo.
No voy a negar que mi familia sea la
mejor, y mi grupo de amigos, y mis compañeros, y mi ciudad. Que me duele todo
lo malo que les acontece y me alegro con cada alegría, por nimia que sea. Pero
me duele la guerra, y el hambre, y las penurias de los inmigrantes, y la
pobreza, y la injusticia, se produzcan donde se produzcan. Aunque sea a miles
de kilómetros de distancia.
Uno pertenece a un lugar, pero no de
forma excluyente. No le van mal las cosas porque a otros les vayan bien, y
viceversa. No se entristece por alegrías ajenas, aunque las penas propias te
desborden. Y claro que miras de reojo, con envidia mal disimulada, que para eso
somos humanos y no tenemos un pedazo de roca en el sitio del corazón.
Por eso me inquietan más de lo que
quiero reconocer, los nacionalismos de todo tipo, los sentimientos patrioteros
que, basándose en un ilimitado y ardiente amor a lo propio, no tienen reparo en
excluir todo lo demás. El polarizar. Lo
mío y lo tuyo. Bueno y malo. Cerca y lejos.
Banderas de colores más brillantes, porque las he pintado así para hacer
palidecer las otras. Las que son de otros.
No me gusta nada la deriva que está
tomando el mundo. Ni el que se extiende ahí afuera, ni el que tengo aquí mismo,
en pocos kilómetros a la redonda. Parece como si de repente los cielos se
hubieran abierto para derramar sobre nosotros litros y litros de egoísmo, de
cerrazón, de intolerancia, de gruesas palabras para calificar al que no es de
los nuestros…
Como si nosotros fuéramos algo más que
una pizca de polvo en el espacio, una gota de agua en el océano, que necesitan
de todas las demás para tener identidad, para albergar vida.
No somos lo primero.
Simplemente, somos. Como tantos otros. Y pertenecemos al mundo.
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