Vaya por delante que no sé casi nada de
leyes, más allá de las nociones de Introducción a las Ciencias Jurídicas, y un
poco de Derecho de la Información, que me enseñaron en la Universidad allá por
la prehistoria. O sea, que soy la excepción, porque todo el mundo anda dando
clases, desmenuzando el Código Penal, analizando figuras y tipos delictivos… Y
todos se dicen armados de razón.
En fin, a mi todo esto me trae de vuelta otras cosas. Aunque solo sea
por las clases de literatura del Instituto, seguro que muchos recordaréis la
obra de Cadalso titulada ”Los eruditos a la violeta”,
un ejemplo de sátira contra ciertos personajes de la España del siglo
XVIII, que, a pesar de su formación
superficial y de no saber prácticamente
nada, pretendían dárselas de ilustrados. De hecho, el librito llevaba un
aclaratorio subtítulo “Curso completo de
todas las ciencias, dividido en siete lecciones, para los siete días de la
semana, publicado en obsequio de los que pretenden saber mucho estudiando poco”. Las lecciones pretendían, por supuesto, que
los alumnos se lucieran en sociedad.
Pues han pasado casi tres siglos, y
tengo la impresión de que se han levantado, como zombies, todos los eruditos de
la época y alguno más, aunque no huelan a violeta, que era el perfume de moda
por aquel entonces, y el que da título a la obra. No sé si me estoy haciendo mayor y no aguanto
ni una tontería más, si es que, como soy consciente de mis limitaciones me
fastidia en el alma ver tanto listo, o si ya he escuchado demasiados discursos,
tertulias, debates y demás.
El caso es que me crispan los
tertulianos que saben de todo e intentan demostrarlo a voces y quitando la
palabra al de enfrente; me pone de los nervios el que te intenta dar una clase
de Economía, o de Filosofía, por no decir de moral y buenas costumbres, que
también. Y todo eso, perdonándote la vida, que para eso se dignan repartir su erudición por teles, radios y
hasta Twitter o cualquier otra red, que
también parece que las han descubierto ellos.
No me hace falta cerrar los ojos para
imaginarme a uno de esos lechuguinos perfumados dando su charla en los casinos,
los cafés de moda o los salones de sociedad. Da igual que ahora lleven tablets
ultramodernas o el último modelo de IPAD. Saben de todo. Y qué decir de los
“asesores”, que lejos de paliar la ignorancia de sus jefes los hacen pisar un
charco detrás de otro, e incurrir en clamorosos errores, que es lo que pasa
cuando no se elige a la gente por criterios de capacidad, sino por otros más
inconfesables.
No ha cambiado nada. Sólo el siglo.
Basta revestir a cualquier amiguete con una pátina de culturilla, un curso
rápido de una semana, y listo para soltarlo al ruedo para dar lecciones, y
hasta para regañarnos si se tercia.
Ahora con Cataluña, o con la Gurtel, o
con la conveniencia o no de la prisión permanente, por algún suceso dramático.
Cualquier motivo vale. Los eruditos a la violeta han crecido como hongos,
tienen el mejor caldo de cultivo, saben lo que nos conviene y lo que no; lo que
se debería hacer con la deuda y con el déficit, o con los refugiados, las
hipotecas y hasta con las banderas.
Y se pasean por nuestras vidas con su
olor a perfume dulzón sin que tengamos medio de librarnos de ellos y de su afán
por defendernos de nuestra ignorancia. Aunque tengamos sobredosis de eruditos a la violeta, de
sabios de andar por casa.
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