Manda el violeta. Lo habréis notado.
Carteles, plenos extraordinarios,
actividades varias, declaraciones institucionales, lazos en las fachadas y
hasta servilletas de bar con mensajes alusivos a la conmemoración. Por unos
días, sólo por unos días, el color de la protesta contra la violencia machista
es el dominante. Y luego… Aquí paz y después gloria. A la rutina de seguir
contabilizando víctimas, de estremecernos, momentáneamente al conocer los
detalles de cada agresión y a aseverar, viendo el telediario, que esto no puede
seguir así.
Y que es cosa de todos y todas, no de
mujeres. Que es femenino plural, que ya no hay singularidades que valgan.
Volveremos a conocer la lista de la infamia, esa que borramos de la cabeza tras
cada víctima; a decir eso de “van… en lo que llevamos de año”. Y en la serie
histórica. Y volveremos a pedir más fondos, más ayudas, más educación, más
sensibilidad.
Un mundo femenino plural. Que ya está bien. Somos más de la mitad de la población. Han
pasado muchos años desde que empezamos a votar, a estudiar, a integrarnos en el
mundo del trabajo… Y aquí estamos. Copando las cifras del paro, con empleos
peor remunerados que los hombres, con años más largos, que una mujer tiene que
trabajar 418 días para ganar el mismo dinero que un hombre cobra por 365 días
de trabajo.
Pero además somos violables, maltratables, asesinables.
Propiedad del macho alfa, que se pasa por salva sea la parte de su anatomía
todos los colores violeta del mundo. No es problema de mujeres, aunque seamos
nosotras las víctimas. Una sociedad que permite esto es una sociedad enferma. Y
todo cuenta. Cuenta la educación, cuenta la desigualdad y la falta de medios
para acudir a la Justicia o para encontrar ayuda, cuentan las leyes injustas,
la discriminación a la hora de acceder a puestos de responsabilidad o,
simplemente a cobrar lo mismo por el mismo trabajo. Y cuenta la sensibilidad
para estar del lado de las víctimas.
No podemos resignarnos. No podemos
convertirlo en una conversación de barra de bar. Una más, qué horror, cuántas van este año, ¿son más que el año pasado
por estas fechas? ¿Ha sido con un hacha o con un cuchillo? ¿Estaban los hijos
delante?
Siempre que hay un asesinato, la maté
porque era mía, con su posterior historia, se había separado, tenía otra
pareja, se había marchado de casa harta de malos tratos o porque quería ser
dueña de su vida, vienen a mi mente los versos de Agustín García Calvo, la más
bella declaración de amor que conozco: “Libre te quiero, como arroyo que brinca de
peña en peña. Pero no mía”.
Ni de nadie. Que han pasado los tiempos
de los trogloditas que porra en ristre encontraban quien les calentara la cueva
y les diera hijos; y el Medievo y el derecho de pernada, y los años oscuros de
la mujer en casa y con la pata quebrada. Son, deberían ser, tiempos de femenino
plural, de mujeres libres y hombres que
las vean así.
Aunque el color violeta nos recuerde que
el mundo es todavía masculino singular.
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