Ya
estoy un poco harta de que nos amenacen con todas las plagas de Egipto, con un
escenario dantesco y poco menos que con el infierno, cada vez que se habla de
subir un poco, aunque sea un par de euros, el salario mínimo. Ese, que tanto molesta
a los sufridos empresarios de este santo país, a las “autoridades económicas”
de Europa, del Fondo Monetario Internacional o de donde sean.
Claro
que sería mejor que cada cual pagara lo que le pareciera (que nunca sería
mucho, visto lo visto), y que no hubiera “suelo” en el que basarse. Y que da la
impresión de que no está hecho para los ciudadanitos de a pie, para los que
tienen la mala costumbre de comer todos los días, aunque sean patatas, los que llevan los niños al cole y tienen que
comprar medicamentos, los que enferman y necesitan medicinas, los que pretenden
no pasar demasiado frío en invierno ni calor en verano, a pesar del precio de
la luz, y los que tienen la osadía de necesitar un techo bajo el que cobijarse.
En fin, todas esas cosas que hacemos los simples mortales con el único afán de
molestar a los poderosos.
Ya sé que los grandes empresarios son de otro
planeta, y que ninguna “autoridad monetaria” leerá nunca estas líneas, que ya
tienen sus prestigiosos economistas que les presentan sesudos estudios.
Dios me libre a mí, que soy de letras y de pueblo,
de contradecir a tan doctos eruditos. No llego a entender un cuadro
macroeconómico, ni a interpretar un gráfico. Si acaso, a “echar las cuentas”
que es lo que hacemos la gente de a pie. Y se las voy a echar.
Hoy por hoy, el salario mínimo es en España de 735,90€.
Y son cientos de miles de trabajadores los que lo cobran. No voy a hablar del
caso extremo de una familia con dos o tres churumbeles que tengan que vivir
treinta días cada mes, algunos treinta y uno, con tan enorme cantidad. Voy a lo
facilito. Pongamos el caso de una persona soltera, sin nadie a su cargo, sin
vicios conocidos, alcohol, tabaco, unos días de vacaciones y una caña los
domingos incluidos. Pongamos que vive bajo techo, más que nada por soportar los
rigores del clima y poder rendir en el trabajo. Y que ese techo, en forma de
alquiler o de hipoteca, le cuesta como muy poco 400€ (me estoy pasando de
prudente). Que aunque no tiene aire acondicionado o calefacción, enciende de
cuando en cuando el ventilador o un radiador. Y se calienta el café y la
comida. Hasta ve la tele, que salir a la calle cuesta dinero. Ya tiene un
mínimo de 100€ de luz. Digo mínimo, porque sé que me quedo corta.
Con los doscientos euros que le restan de ese
exagerado salario que sería tan dramático elevar, tiene que pagar el agua, la
basura y demás impuestos, tiene que comer, pagar el transporte, sustituir los
zapatos que se han roto o la lavadora que ha dicho hasta aquí llegamos. Y
comprar las aspirinas, el almax y el jarabe de la tos, que no entran en la
Seguridad Social. Y hacer en la Navidad que se acerca un regalo a los suyos.
Todo eso, sin coche, seguro de la casa, sin
arreglarse la boca, que ya va siendo urgente e inevitable, y sin que surja un
imprevisto en forma de avería eléctrica, baño atascado o cristal roto.
Estas son las cuentas que hay que echarles a unos y
otros. Quizá es que nadie se lo ha explicado así. Quiero creerlo, porque de
otra forma, sólo queda una alternativa: pensar que, directamente, no tienen alma.
O que se creen señores feudales con derecho sobre la vida y la muerte de sus
súbditos. A los que encima les piden que consuman, para que siga creciendo la
economía. Y que ahorren o se hagan planes de pensiones privados.
Aunque no merezcan una subida de sueldo.
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