Siempre
me ha fascinado el síndrome de Stendhal.
Ya sabéis, ese que produce palpitaciones, un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión,
temblor e incluso alucinaciones por la mera exposición del individuo a la
belleza. A algo bello en particular o a la acumulación de belleza en un mismo
espacio. De hecho, se diagnosticó el Florencia,
donde hay tanto arte por metro cuadrado que
no debe ser difícil “contagiarse” de la enfermedad.
No
es que esté pidiendo que me dé un infarto delante de un cuadro, por perfecto
que sea. Es que revela una parte muy importante de la condición humana, la
posibilidad de emocionarse hasta el infinito y más allá, y que esa emoción
salga por todos los poros del cuerpo. Lo del posterior tratamiento, ya es cosa
de psiquiatras y demás entendidos.
Viene
a cuento esta introducción porque me he topado con un artículo de la Asociación
Estadounidense de Psicología, siempre tan adelantados los americanos, que
define una nueva enfermedad psicosomática, un mal de nuestro tiempo: la “Ecoansiedad”. Así han llamado al “estrés causado por observar los impactos aparentemente irrevocables
del cambio climático, y a la
preocupación por el futuro de uno mismo, de los niños y las generaciones
futuras".
Afirman
que cada vez más personas entran en
pánico, agobiadas por la magnitud del desafío y al mismo tiempo, por sentirse impotentes
ante lo que llega. Porque, más allá de
su incidencia clínica como enfermedad psicosomática, no hablamos de una
realidad inventada por una mente enferma. Hablamos de una realidad, sin más.
No
se trata de un temor irracional sobre la
destrucción ambiental. Es para estresarse leer un día sí y otro también, que
están desapareciendo aves, peces y plantas a velocidad de vértigo, que bajan
los hielos y suben los mares, que mueren los bosques y nacen desiertos y que el
plástico está ahogando la vida en el planeta.
Ya
hemos definido el término. Y seguro que habrá lexatines, prozac y similares
para que los afectados por el síndrome puedan hacer una vida relativamente
normal. Pero se me ocurre que tal vez deberíamos dejar que haya una epidemia de
ecoansiedad. A gran escala. Y que el tratamiento no pase por pastillas, sino
por activismo. Que cada cual se cure reciclando, reduciendo el impacto de su
paso por la vida, contaminando menos, limpiando más. Cuidando los ríos y los
mares. Dejando el coche en casa…
Puede
parecer menos efectivo que abrir el frasco y tomar una píldora de cualquier
ansiolítico, que por cierto, también vuelve a las maltratadas aguas del
planeta. Pero al menos nos hará sentir mejor. No tiene remedio lo que ya está
destruido, pero tenemos herramientas para impedir males mayores.
Ojalá
nos invada la ecoansiedad. Una pandemia de grandes dimensiones que incida
especialmente en los países ricos y poderosos. Y que permita salvar el planeta.
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