Estamos
en plena semana contra la violencia de género. Todos, y todas, de color
violeta. Declaraciones institucionales, recuerdos y homenajes a las víctimas,
informes y estudios, cifras, buenos propósitos, llamadas a la educación, a la
denuncia, a la tolerancia cero contra el maltrato…. Y volvemos a lo mismo,
bueno es que haya una fecha señalada en el calendario, pero en este tema, más
que en ningún otro, la cosa no es de un día. Es de todos los días, todas las
horas.
Es
curioso. Creo que no podría recordar más de dos o tres nombres de las mujeres
asesinadas en lo que va de año, o en la última semana. Y son muchas. Tal vez sea porque los periódicos las
despachan en una columnita con el título de “Nuevo caso de violencia de
género”, y en eso nos quedamos, salvo que haya algún detalle truculento,
que estén los hijos delante, que le haya dado 45 puñaladas, o algo así, que nos
haga detenernos unos segundos más. Una más, qué horror, cuántas van este
año, ¿son más que el año pasado por estas fechas? ¿Ha sido con un hacha o con
un cuchillo? ¿Estaban los hijos delante?
No
sabemos casi nada de ellas, empezando por el nombre, claro. Ignoramos sus
sueños, sus ilusiones, su proyecto de vida, sus problemas, sus soledades y sus
compañías. Tampoco hacemos mucho por averiguarlo, aunque nos apresuremos a
colocarnos el lazo morado tal día como hoy. Porque toca. Toca decir que es una
auténtica lacra social; que es inconcebible que chicas de 15 años vean normal
que su novio les controle el móvil. Y que lo justifiquen diciendo que las
quieren mucho. Y eso las convierte en, violables, maltratables, asesinables.
Propiedad del macho alfa.
Igual
es que con esto del neolenguaje se ha redefinido el término “amor”, y yo,
antigua como soy, no me he enterado de las nuevas acepciones. Amor ya no es
libertad, libre te quiero, ni respeto, ni confianza. Es posesión, demostración
de fuerza, cortar las alas y limitar el aire que respiras. Cuanto más fuerte es
el golpe, más te quiere, cuanto más corto te ata, más enamorado está de ti.
Hace
un millón de años, los trogloditas (según los tebeos de Hug), se fijaban en la
mujer adecuada, la golpeaban en la cabeza con una porra, y agarrándola de los
pelos la llevaban a rastras hasta su cueva. Y allí vivían felices y comían
perdices o mamuts o lo que comieran, hasta que la muerte los separara. Sin que
ella rechistara en ningún momento, que la porra formaba parte del mobiliario de
la casa.
Pero
eso era hace un millón de años, cuando los dinosaurios poblaban la tierra. Los
dinosaurios han desaparecido; los trogloditas no. El meteorito que acabó con
los grandes lagartos no eliminó los genes salvajes, machistas, primitivos o no
sé cómo llamarlos, de los seres humanos. Y andando, los siglos, los milenios,
seguimos hablando de mujeres muertas a cargo de sus parejas o ex-parejas, que
tanto da una cosa que otra.
No
valen leyes, ni órdenes de alejamiento, ni pulseras de vigilancia, ni casas de
acogida. No vale nada. Sólo la cifra de víctimas, dos, cinco, cincuenta, con
denuncias, sin ellas, con condenas, con teléfono del maltratador, en pueblos,
en ciudades, españolas, ecuatorianas o marroquíes, bolivianas o rumanas.
Muertas.
Tal
vez tenga que caer otro meteorito sobre la tierra. O mejor, tal vez tenga que
producirse otro Big Bang. O tengamos que preguntarnos, de una vez por todas,
qué sociedad estamos construyendo. Cada vez que hay una víctima, es decir, cada
semana, volvemos a hablar gran pacto de Estado sobre la violencia de género.
Que tampoco sé muy bien qué significa. Una sociedad que permite esto es una
sociedad enferma. Y todo cuenta. Cuenta la educación, cuenta la desigualdad y la
falta de medios para acudir a la Justicia o para encontrar ayuda, cuentan las
leyes injustas, la discriminación.
Y cuenta la sensibilidad para estar del lado
de las víctimas. No podemos resignarnos. No podemos convertirlo en una
conversación más. Algo hay que hacer.
Hay que fabricar hombres que quieran mujeres libres. Y mujeres que amen su
libertad por encima de todo. De los hombres, también.
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