Ahora
que Franco ya no es el huésped de honor del Valle de los Caídos;
que ha descendido el nivel de ruido, porque en Cataluña suenan más
fuerte; que comienzan a oírse,
tímidamente, los eslóganes de campaña a través de megáfonos y
coches-anuncio. Ahora, que aún no es el Día de Difuntos, pero ya es
casi puente, ahora toca hablar de mi libro.
He
esperado pacientemente, mientras escuchaba, leía y veía de todo, y
en todos los sentidos. Me he tenido que refugiar tras la puerta para
que no me salpicase el odio de algunas declaraciones, y me he tapado
los oídos
para que no volverán
a contaminarse con cánticos infames, que ya creía tener borrados de
la banda sonora de mi vida.
He
discutido, faltaría más, con los que han querido ver cosas raras en
el "desenterramiento", con los que lo han dejado todo en un
oportunismo puntual y con los que opinaban que no era el momento de
pedir cuentas sobre muchas más cosas a la prepotente y altiva
familia del dictador.
Y
ya toca hablar de mi libro. Seguro que muchos de vosotros tenéis un
libro similar. O, al menos, habréis oído de alguien que lo tiene,
familiar, amigo, vecino... Durante los días previos y posteriores a
la exhumación-inhumación del dictador, he pensado mucho en mi
padre. Mejor dicho, he pensado en qué pensaría mi padre de todo
esto.
En
unas semanas se cumplirá un año desde que nos dejara. Y estoy
segura de que no se hubiera despegado de la tele; que hubiera
encontrado un hijo o un nieto a quien hablarle de ese misterioso
lugar del norte de España, casi el fin del mundo, en que
supuestamente murió su padre, represaliado tras acabar la guerra.
Habría vuelto a contar que se enteraron por casualidad, su madre, la
viuda, y él, un niño de poco más de diez años, a través de la
formación política en la que militaba, y por testimonios de
terceros. Algunos tan
crueles como que en muchos casos ni se molestaban en enterrar a los
presos, y aprovechando que estaban en una isla, pues iban
directamente al mar.
Veo
a mi padre soltando las gomas de su carpeta azul y releyendo las
cartas a Ignacito, al niño que fue, profusamente adornadas con
dibujos y procedentes todas de Salamanca, primera estación, primera
cárcel antes del destino final, y tan final, la antigua leprosería
de la isla de San Simón, en Pontevedra, de la que muy pocos salieron
vivos, porque no pudieron superar el hambre y las enfermedades
derivadas del frio y la humedad.
Mi
padre la señala en un mapa. Diminuta. Nunca manifestó ninguna
intención de ir a conocerla. Tampoco su madre, la viuda, mi abuela.
Ni tan siquiera cuando yo le llevé un recorte de periódico en el
que se daba la noticia de que se había convertido en una especie de
museo de la Memoria Histórica para
recordar por siempre
el horror de un lugar que muchos han calificado de campo de
exterminio.
No
puso mucho interés. Leyó el periódico e incorporó el recorte a su
carpeta azul. Lo entiendo. Había pasado demasiado tiempo. Demasiado,
aunque no el suficiente para que cada imagen del Valle no le soltara
la lengua con algún calificativo grueso.
Le
hubiera gustado el trajin
de
esta semana. Las idas y venidas de los nietísimos, los Tejero, los
programas especiales, los testimonios de quienes siguen buscando a
los suyos, de quienes ya han tirado la toalla o han conservado,
durante ochenta años, una carta que pone en el mapa la Isla de San
Simón.
Es
mi libro. El de mi padre y muy parecido, seguro, al que se conserva
en miles de hogares de nuestro país. En miles de memorias. Solo
por eso debían cerrarse muchas bocas. Porque aunque tarde, y no bien
del todo, han podido poner el punto final al capítulo más amargo.
Toca
hablar de tantos libros, que no hay que perder ni un segundo
escuchando a quienes quieren dejarlos sin terminar. Aunque falte el
epílogo, enredado entre el suelo, el cielo y el mar de la isla de
San Simón.
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