Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 10 de octubre de 2019

Desde Macondo. CAMPAÑAS IMAGINARIAS

Me gustaría poder instalarme cómodamente en una ciudad inexistente de un país imaginario, para darme la oportunidad de ver la vida desde otro punto de vista, para contarla sin agobios y con tierra de por medio. Y con la tranquilidad que proporciona saber que, si las cosas se ponen feas, siempre podré hacer como Remedios la Bella, que un buen día salió volando entre una nube de flores amarillas, y nunca más volvió.
          Desde Macondo, con sus casas de paredes de cristal, se ve todo. Pero de forma diferente. Veo a los candidatos, afanados en convencernos, trabajando duramente en quince días de infarto. Es la campaña. Con sus debates, sus repartos de propaganda, sus encuentros con jóvenes, mujeres, empresarios, colectivos varios…           Qué fatiga. Llueve, y se va al cuerno la peluquería y el atuendo cuidadosamente elegido, ni muy progre ni demasiado serio, que todo tiene sus lecturas.
          Y creo firmemente que se lo creen. Que están convencidos de hacer lo que deben, que se esfuerzan en poner la sonrisa profidén, en contar los abrazos por docenas y los besos por centenas; y los kilómetros por miles, y las palabras, por millones. Creo, de verdad, que llegan cada noche a casa con la satisfacción del deber cumplido, y que, cuando cuentan los votos que creen haber arrancado, piensan que mañana tienen que echar el resto. Ya queda menos, y cada minuto cuenta.
          A estas alturas de columna, creo que habréis deducido que me aburren las campañas electorales. A veces, hasta me crispan. Pero es lo que hay.
          Desde Macondo, con su tiempo eterno, sus epidemias de insomnio y sus extraños nacimientos de niños con cola de cerdo, miro curiosa la corbata azul de los aspirantes, los paseos por el centro de tal o cual candidata, el tierno beso al niño-foto del día-, los coches circulando con la música machacona a toda pastilla, los carteles y banderolas desteñidos por el agua…
          Y recuerdo, qué casualidad, que las lluvias que destruyeron mi pueblo imaginario duraron exactamente cuatro años, once meses y dos días. Casi como una legislatura.

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