Aún no había
descubierto Macondo, aunque supongo que lo intuía. O tal vez ya vivía allí sin
saberlo, porque casi todo era explicable ya fuera por la magia, por el destino
o por la fantasía. Y los pequeños tropiezos tenían siempre final feliz. El
mundo entero, un mundo feliz, estaba por delante. Y el calor agobiante sólo era
la antesala de un otoño fresco, con olor a mosto y a libros nuevos.
Europa
era la Francia de Los Tres Mosqueteros, y el Norte de los vikingos; la Rusia nevada
de Miguel Strogoff y el Londres de Dickens, la Suiza de Heidi y la Italia de
los relatos de Edmundo D’Amicis, de Marco buscando a su madre. No habíamos
descubierto Alemania. Tampoco habíamos visto un negro en nuestra vida. África
era selva y leones, América del Norte, indios y bisontes. Colón en el Sur, con
muchos relatos de la Conquista, de los mayas y los incas. Y Asia… la China
misteriosa y el Japón de los samuráis. Ni rastro de Australia y mil sueños de
aventuras por los mares del Sur.
Verano
eran la Isla del Tesoro y Moby Dick, los tigres de Salgari y los desiertos de
Lawrence de Arabia, eran Ricardo Corazón de León e Ivanhoe empeñados en
cruzadas imposibles, y mirar al cielo o a las profundidades de la tierra de la
mano de Julio Verne. Y acompañar en sus desgracias a Jane Eyre o David
Copperfield, impacientes por llegar al último capítulo. Al final feliz.
Eran
otros veranos y, como cualquiera tiempo pasado, eran mejores. Debe ser cosa de
la edad, de esos momentos en los que ya hay más pasado que futuro por delante,
y en los que el presente no es precisamente esperanzador. Pero hubo otros
veranos. Sin cambio climático, sin guerras, sin Bolsas ni IBEX, sin nadie que
nos hiciera confundir el valor con el precio, sin mercados, más allá de los
zocos de las Mil y Una Noches, sin corrupciones y sin desconfianzas, sin las
docenas de textos sobre economía, post-crisis
o autoayuda que pueblan las librerías y que encogen el corazón.
Con
otros libros, otras lecturas que lo ensanchaban, a la vez que acercaban la
línea del horizonte hasta que casi podíamos tocarlo con los dedos. Veranos de
libro. Con tiempo y espacio para los sueños, porque la realidad los respetaba y
los hacía posibles.
En
estos tiempos del cólera, en los que se piensa con la cartera más que con la
cabeza, y el corazón es tan sólo la bomba que permite mantener la renqueante
maquinaria de la vida, se echan de menos los veranos sin noticias, con la
promesa de un curso nuevo y mejor, de un paso más hacia el futuro perfecto que
estaba ahí, a un pasito, y en el que nos esperaban todos nuestros héroes
invitándonos a ser como ellos. Felices.
Porque
la felicidad, entonces, no era sólo cosa
del verano y de los libros.
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