En una semana en
la que han coincidido la publicación de varios estudios sobre la despoblación
en las zonas rurales con el anuncio del presidente Page de nombrar un Comisionado
para el reto demográfico, me ha venido a la cabeza la “pizarra” de mi pueblo, y
de otros muchos, supongo.
Desde que tengo
memoria he visto en la plaza el fatídico
cartel con un nombre, una calle, alguna explicación, como “padre de…”, o el
mote, tan habitual, la hora del entierro y la coletilla de “el duelo se despide
en la Iglesia. Obligado pasarse por allí para estar al día, y recordar eso de
“mira a ver quien se ha muerto, que hay pizarra”.
No conocía a
casi nadie cuando, cumpliendo el mandato de mis padres o mi abuela, me llegaba
hasta la fachada de la iglesia y leía el cartel. La muerte no entraba en el
esquema de mis pocos años, y era cosa de personas mayores y desconocidas.
Ahora hay
pizarra casi todos los días; algunos, hasta dos. Y hasta he descubierto la
curiosidad de un paisano que la difunde en una conocida red social, Pero es que ahora sólo queda gente mayor que
sólo parece esperar turno para ver su nombre anotado.
Parece que, de
golpe y porrazo, todo el mundo de ha dado cuenta de que en nuestros pueblos hay
más pizarras que otra cosa; que los jóvenes huyen y hablar de nacimientos es
hablar de fenómenos extraños. Y que son cientos, miles, los núcleos rurales que
están abocadas a desaparecer para siempre por políticas obtusas y por un mal
entendido reparto del bienestar.
Los pueblos
deberían ser la niña bonita de cualquier Gobierno medianamente inteligente. De
cualquiera que hiciese cuentas para concluir que el 80% del Patrimonio Cultural
del conjunto del Estado se encuentra en zonas rurales. Y me refiero a patrimonio arqueológico, histórico-artístico,
natural, industrial, eclesiástico, civil. Patrimonio material e inmaterial. Y
por supuesto, el 100% de nuestro Patrimonio Natural.
Y a pesar de
todo, los datos son sangrantes, de los que duelen en el cuerpo y en el alma.
Más de 4.000 municipios españoles sufren problemas de despoblación y 1.840
localidades ya están consideradas en riesgo de extinción. Habrá que darle las gracias a quienes
decidieron cerrar consultorios y escuelas, hacer cada vez más mínima, hasta
extinguirla, la oferta sanitaria, educativa, etc., muy centrada en los grandes
espacios, pero tan cruel con las pequeñas poblaciones. Por no hablar de cortar
de raíz líneas de transporte público, “olvidarse” de las infraestructuras y
hasta de las conexiones telefónicas en la era de Internet.
Me duelen los
pueblos porque, como todos los que nacimos y crecimos en uno de ellos, nos
resistimos a su desaparición, a que sean meros contenedores de personas
mayores, a la espera de que fallezca el último habitante, o sus hijos decidan
llevarlo a la ciudad.
Ya hay
situaciones irreversibles. Demasiadas. Pero aún estamos a tiempo de reclamar
actuaciones que hagan la vida más fácil a quienes por elección o por obligación
viven en el mundo rural y, sobre todo, que hagan atractivos nuestros pueblos.
El ferrocarril,
que hizo visible a Macondo, lo llevó a la modernidad y lo conectó con el mundo,
dejó de parar un día. Cerró la estación y Macondo desapareció en un remolino de
polvo y viento. Habían acabado los cien años de soledad.
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