Está
claro que a nuestros insignes padres de la patria por un oído les entra y por
otros les sale el clamor popular de que no queremos otras elecciones, que
estamos hartos de egos hinchados como pavos reales, que ya hemos dicho lo que queremos,
y queremos acuerdo. Que llevamos dos meses, por Dios. Y que al que más y al que
menos nos hierve la sangre de pensar en tantas “señorías” cobrando magros
salarios y sin fichar.
Esto lo hubiéramos solucionado si el día 1, el
primero después de los comicios, hubiéramos
cerrado a cal y canto las puertas del Congreso y no las hubiéramos abierto
hasta que se hubieran puesto de acuerdo. Y sin aire acondicionado, que hubieran
sufrido como los demás esta desesperante e interminable ola de calor.
De los encierros prolongados, y bien administrados,
pueden salir cosas buenas. Aureliano Babilonia, el último, descifró los
pergaminos de Melquiades, los que contaban la historia de Cien Años de Soledad,
después de encerrarse en un cuarto durante toda su vida; otros Buendía, antes
que él, se habían negado a salir de sus habitaciones por diversos motivos, y
todos provechosos.
Se me ocurren otros “encierros” posibles que, a buen
seguro, podrían arreglar algo. Leí hace tiempo, en uno de esos libros de
curiosidades de la Historia, el porqué del término “cónclave” para definir la reunión a puerta cerrada de los
cardenales para elegir al sucesor en el trono de San Pedro. No hay que olvidar
que cónclave viene del latín cum clavis,
con llave.
Fue a mediados del siglo XIII, cuando, tras la
muerte del papa Clemente IV, y después de casi tres años sin que se llegara a
ningún acuerdo, los ciudadanos decidieron encerrar a los cardenales electores
en el palacio episcopal sin suministrarles alimento alguno, excepto pan y agua.
En pocos días salió elegido el nuevo pontífice, creo que Gregorio X. Tampoco
sería mala cosa.
Extrapolando, y fantaseando, que es gratis, se me
ocurre que si hiciéramos lo mismo con los padres de la Patria, los que dirigen
nuestros tristes destinos, igual hacíamos historia. Dejarlos a pan y agua
podría traducirse en nuestros días como encerrarlos sin IPOD, IPAD, tablets,
portátiles, vuelos en primera clase, coches oficiales, dietas, asesores por
docenas y sueldos más que generosos. Y eso sí, bajo llave. Todos los días que
sean precisos hasta que se harten del “y tú
más” y del “anda que tu” y se
pongan de acuerdo. Que no los hemos elegido para que se dediquen a sus cosas, a
sus batallitas, mientras la vida pasa por su lado sin que se despeinen.
No dudo de que unos cuantos estén echando muchas
horas en negociaciones, pero o no saben o no pueden, que no sé que es peor,
porque se supone que el político, por definición, debe ser imaginativo,
dialogante, flexible, de mente abierta, generoso, con vocación de servicio
público y, sobre todo, preocupado por los ciudadanos.
Por los mismos que prefieren encerrarlos “cum clave”,
con siete llaves, antes de permitir que nos vuelvan a llevar a las urnas.
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