El caso es que
estos políticos primarios y lenguaraces consiguen sacar mis peores instintos y
claro, me veo como en el cuento, impartiendo justicia. Metafóricamente, por
supuesto. Cuando una piensa que ya nada puede sorprenderle, aparece el
incalificable Bolsonaro, presidente de uno de los mayores países del mundo, con
casi doscientos millones de habitantes, y asegura que no es tan grave “eso” del
trabajo infantil.
Lo
siguiente será decir que ir a la escuela es perder el tiempo o, lo que es peor,
que los pobres no están para estudios y sí para buscarse la vida desde la más
tierna infancia. Los cálculos de la OIT y UNICEF nos hablan de más de 150
millones de niños y niñas más esclavos que trabajadores, porque el trabajo
infantil es casi siempre esclavitud.
Todo
lo que aleje a un menor de la escuela, de los juegos, del aprendizaje, de sus
derechos básicos, es esclavitud. Aunque sea para su subsistencia, para arrancar
a la tierra, a la mina o a los basureros, lo imprescindible para comer y
mantenerse vivo.
A
todos nos ha sobrecogido, en uno u otro momento, una imagen de niños sucios y
descalzos removiendo gigantescos montones de basura, o acarreando piedras en
una mina o haciendo ladrillos de barro a pleno sol. Claro que sabemos que existen, como las
“chachas” en países de Asia o los niños soldado en varios conflictos africanos.
Sabemos
que existen, y que no tendrían que existir. Pero es muy grave que un gobernante
de un país civilizado frivolice con el tema, lo banalice e incluso se permita
decir que lo despenalizaría si pudiera.
Hace
casi un siglo que Miguel Hernández se refería a otro niño trabajador, el niño
yuntero, carne de yugo, que “empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta”.
a morir de punta a punta”.
Alguno debería
leer más y hablar menos.
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