Me he pasado de frenada que, en realidad, yo
sólo quería hablar de Francia, emocionada como estoy al descubrir que existen
ministros de Educación que no son claros zoquetes sin mucho más que serrín en
las molleras y billeteras los corazones.
Justo en estas semanas de brexit, de
rumores espeluznantes acerca del resultado de las europeas, de desconfianzas,
de miedos, sale un tal Jean-Michel Blanquer, ministro de la Educación Nacional
del país vecino, que, con la clara conciencia de que un mundo más tecnológico
cada día tiene necesariamente que ser un mundo más humano, ha decidido rescatar
el latín y el griego del baúl de los recuerdos, y darles su espacio en la
enseñanza.
Es el mismo Blanquer que impulsó la
prohibición de los móviles, y que cree que las lenguas antiguas son algo más
que dos simples asignaturas. Son como las paredes maestras del sistema.
“Debemos ser vigilantes para que este mundo nuevo, caracterizado por internet y
las nuevas tecnologías no nos dé soluciones engañosas. El aprendizaje del latín
y el griego contribuyen al desarrollo de la lógica, facilitan el aprendizaje de
otras lenguas y permiten establecer un vínculo entre diferentes conocimientos”.
De completo acuerdo. Ya lo inventaron
los griegos dos mil años antes de que los liberales modernos, los profesionales
del capitalismo salvaje, decidieran que no vale de mucho aprender a pensar. Areté,
lo llamaban. En griego clásico, ἀρετή, que
era el nombre del primer libro de
texto que tuve de esta lengua clásica, antes de que alguien decidiera enviarla,
envuelta en un paquetito con el Latín, al baúl de los recuerdos, por considerar
que había otras materias más interesantes que estudiar.
Fue esa la primera palabra de la lengua
de Platón y de Aristóteles que descubrí. Y me sonó muy bien. Areté. La
excelencia o algo así, que la traducción es complicada. La areté era el fin
último de la enseñanza, y agrupaba conceptos como valentía, justicia,
moderación, virtud, dignidad… Todo lo necesario para hacer lo que hoy
llamaríamos un hombre de bien, un ciudadano ejemplar.
Hacía años que no recordaba este
concepto, y que Grecia había quedado reducida al kalimera, kalispera, efjaristó
y las novelas de Petros Márkaris (que recomiendo vivamente). El tiempo había
mandado a un rincón del disco duro de mi cabeza las enseñanzas clásicas, los
buenos y menos buenos ratos de traducir la Anábasis de Jenofonte, obligada en
mi época, y hasta las enseñanzas de los Siete Sabios o las deliciosas historias
de la Mitología helena, que me apasionaban hasta el punto de conocer de memoria
la larga lista de dioses, semidioses, titanes, náyades y demás.
Y mire usted por dónde, un francés me la
ha traído de vuelta. Ha vuelto Grecia
con todo su peso, con toda su Historia, con su areté de siglos. Ojalá sea para
quedarse.
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