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jueves, 9 de mayo de 2019

Desde Macondo. SEBA ABU ARAR

Hubo un momento en Macondo en el que el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre, y había que señalarlas con el dedo para nombrarlas. Luego llegaron los Buendía, los Aurelianos y los Arcadios, cada cual con sus peculiaridades. Y la larga lista de mujeres, todas especiales. Y con los nombres, todo quedó en su sitio.
          Mucho tiempo después, Saramago escribió una deliciosa novela, “Todos los nombres”, en la que curiosamente, sólo aparece uno, Don José, el protagonista. A lo largo del libro aparecen más personajes, pero todos ellos anónimos. El jefe, sus compañeros de trabajo, la vecina, los padres de la desconocida, el director del colegio, la asistenta de la tienda, el pastor, etc. No son importantes. No tienen nombre.
          Seba Abu Arar. Estoy cumpliendo una máxima del Periodismo que, como tantas otras cosas, se nos ha olvidado. Poner nombre, cara y circunstancias a cualquier historia es obligatorio. Así lo estudié y así manda la razón, por aquello de que lo próximo, lo cercano, lo que conocemos, es lo más importante.
          Porque tal vez el nombre nos interese, y nos haga leer el artículo hasta el final y, con un poco de suerte, conmovernos y hasta sacudirnos un poco la conciencia. Seba Abu Arar es el nombre de una niña de un año y dos meses que ha muerto esta última semana en uno de los infames bombardeos de Israel contra Palestina. Estaba con su madre, sin nombre, embarazada de siete meses, de una criatura que nunca se llamará de ninguna forma.
          Cierto que hemos estado muy ocupados con nuestras elecciones y nuestras cosas como para detenernos en saber lo que pasa al otro lado del Globo. Y que lo despachamos con un “ya están estos otra vez a la greña”. Claro que es lógico que nos sobrecojan más las tragedias que pasan a nuestro lado, en nuestro lugar de residencia, que éstas que, a fuerza de habituales,  han perdido todos los visos de realidad. Y hasta el poder de conmovernos.
          Hablamos en genérico. Víctimas de la violencia de género, sin saber si era María, o Carmen o Julia; de la inmigración, que de cuando en cuando nos regala un nombre, como el pequeño turco Aylan, o Mohamed, cuya foto en una playa dio la vuelta al mundo. O de la guerra del Yemen o la hambruna en Sudan. Que tampoco se llaman de ninguna manera.
          Miramos de pasada en el telediario las imágenes de pateras a la deriva, de manos y pies lacerados por las afiladas concertinas, de camiones frigoríficos con macabra carga humana, de ruinas humeantes donde había una vivienda, o un colegio o un hospital; de niños de ojos inmensos con tripas hinchadas, mocos y moscas entre su mirada perdida.
          No poner nombre es un mecanismo de autodefensa, porque nos permite deshumanizar las noticias. Mirar para otro lado, porque no se ha muerto nadie de los nuestros. Nadie con nombre conocido. Sólo Seba Abu Arar. Que ya se nos ha olvidado.

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