Hubo un momento en Macondo en el que el
mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre, y había que señalarlas
con el dedo para nombrarlas. Luego llegaron los Buendía, los Aurelianos y los
Arcadios, cada cual con sus peculiaridades. Y la larga lista de mujeres, todas
especiales. Y con los nombres, todo quedó en su sitio.
Mucho tiempo
después, Saramago escribió una deliciosa novela, “Todos los nombres”, en la que
curiosamente, sólo aparece uno, Don José, el protagonista. A lo largo del libro
aparecen más personajes, pero todos ellos anónimos. El jefe, sus compañeros de
trabajo, la vecina, los padres de la desconocida, el director del colegio, la
asistenta de la tienda, el pastor, etc. No son importantes. No tienen nombre.
Seba
Abu Arar. Estoy cumpliendo una máxima del Periodismo que,
como tantas otras cosas, se nos ha olvidado. Poner nombre, cara y
circunstancias a cualquier historia es obligatorio. Así lo estudié y así manda
la razón, por aquello de que lo próximo, lo cercano, lo que conocemos, es lo
más importante.
Porque
tal vez el nombre nos interese, y nos haga leer el artículo hasta el final y,
con un poco de suerte, conmovernos y hasta sacudirnos un poco la conciencia.
Seba Abu Arar es el nombre de una niña de un año y dos meses que ha muerto esta
última semana en uno de los infames bombardeos de Israel contra Palestina.
Estaba con su madre, sin nombre, embarazada de siete meses, de una criatura que
nunca se llamará de ninguna forma.
Cierto
que hemos estado muy ocupados con nuestras elecciones y nuestras cosas como
para detenernos en saber lo que pasa al otro lado del Globo. Y que lo
despachamos con un “ya están estos otra vez a la greña”. Claro que es lógico
que nos sobrecojan más las tragedias que pasan a nuestro lado, en nuestro lugar
de residencia, que éstas que, a fuerza de habituales, han perdido todos los visos de realidad. Y
hasta el poder de conmovernos.
Hablamos
en genérico. Víctimas de la violencia de género, sin saber si era María, o
Carmen o Julia; de la inmigración, que de cuando en cuando nos regala un
nombre, como el pequeño turco Aylan, o Mohamed, cuya foto en una playa dio la
vuelta al mundo. O de la guerra del Yemen o la hambruna en Sudan. Que tampoco
se llaman de ninguna manera.
Miramos
de pasada en el telediario las imágenes de pateras a la deriva, de manos y pies
lacerados por las afiladas concertinas, de camiones frigoríficos con macabra
carga humana, de ruinas humeantes donde había una vivienda, o un colegio o un
hospital; de niños de ojos inmensos con tripas hinchadas, mocos y moscas entre
su mirada perdida.
No
poner nombre es un mecanismo de autodefensa, porque nos permite deshumanizar
las noticias. Mirar para otro lado, porque no se ha muerto nadie de los
nuestros. Nadie con nombre conocido. Sólo Seba
Abu Arar. Que ya se nos ha olvidado.
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